Cuando era pequeña, entre muchas
otras cosas, quería ser bailarina de ballet. Recuerdo que me la pasaba
caminando en punta de pies e imitando los movimientos que veía en las películas
de Barbie. Sin embargo, en mi ciudad tuvieron que pasar muchos años,
muchísimos, para que colocaran la primera academia de ballet.
Lo más cercano que tenía al
ballet eran los aeróbicos, los equipos de porristas, de baile o similares, pero
mi yo infantil tenía una muy buena razón para no unirse a ninguno de estos
equipos: el dolor.
No fue una, sino varias veces las
que vi a un entrenador forzar a una niña a abrirse de piernas. De hecho, tengo
un recuerdo de hace cinco o seis años atrás, en un parque. Iba caminando con mi
amiga cuando vimos a un grupo de bailarines. En una tarima del parque pasaba al
frente una niña tras otra y cuando esta niña pasaba, todos se iban encima de
ella hasta forzarla a hacer un split completo.
En ese momento mi amiga y yo
miramos a la niña con pesar, pero ninguna de las dos cuestionó el método,
porque era algo que siempre había visto hacer, lo que significaba que era
normal.
Años después, al comenzar mis
clases de ballet con videos gratis de Youtube, entendí que no había ninguna
necesidad de emplear prácticas dolorosas para lograr resultados y de pronto fue
como si el mundo se abriera ante mis ojos.
A decir verdad, estas practicas
no solo son dolorosas, sino completamente innecesarias. Según profesores
expertos, presionar a una persona a través de una fuerza externa puede generar
lesiones. Es decir, los ejercicios no deben ser dolorosos, deben medirse de
acuerdo a la capacidad de cada persona y, en ningún caso, se debe exigir más
allá de lo que el cuerpo puede hacer.
He visto muchos videos en internet
de entrenadores de gimnasio que de forma irresponsable obligan a sus alumnos a
realizar determinados ejercicios a costa de todo, sin importar si el estudiante
está a punto de colapsar o si grita de dolor.
Me pregunto, ¿a qué punto hemos romantizado
el dolor? Yo misma llegué a pensar que estas actitudes eran normales, porque
así me lo hicieron creer durante muchos años. Cuando lo cierto es que estaba
presenciando actitudes tóxicas de maestros que no se tomaron su profesión en
serio.
Gracias a esta creencia muchas
personas no van al gimnasio, muchas personas no practican deporte y muchas
personas le temen a cualquier tipo de exigencia física porque de inmediato la
relacionan con dolor y esto no está bien. Hablamos de la salud de las personas,
no podemos jugar con la salud de las personas.
Hoy en día me alegro de no haber
participado en grupos de aeróbicos o danzas en mi época, porque de seguro
hubiera quedado traumatizada o peor lesionada, así como allí a fuera hay miles
de personas traumatizadas y lesionadas por culpa de «profesionales» que no
tenían idea de qué estaban haciendo.
Pero no nos quedemos allí.
Existen muchas otras actividades donde se requieren cierto tipo de exigencias
físicas, si bien no deportivas; por ejemplo, la música.
Para aprender a tocar un
instrumento es necesario practicar y esto implica que estemos mucho tiempo
realizando determinados movimientos con las manos o la boca. Hasta allí todo
bien, salvo cuando la ambición se vuelve en tu contra.
A los doce años tenía muchas
ganas de aprender a tocar piano. Yo quería leer partituras, tocar melodías
sencillas, mover mis dedos con velocidad. Y de nuevo, lo más cercano a lo que
yo quería en mi ciudad era la organeta, que es un piano electrónico. Así que mis
padres me llevaron con un joven que tocaba la organeta durante las misas.
No era lo que yo quería, porque
los métodos musicales de la música clásica y la música moderna son muy
distintos. Sin embargo, ahí estaba mi yo de doce años intentando aprender lo
único a lo que podía acceder.
Mi profesor apenas me llevaba
unos años, cuatro o quizás cinco y yo era su primera alumna. En ese momento no
tenía mucha confianza en mí y no sabía si podría aprender a tocar tan bien como
él. A decir verdad, me sentía presionada por aprender y creo que desde el
inicio eso fue una mala señal.
Mi profesor, aunque era muy bueno
tocando, no era tan buen profesor y no lo culpo, era un adolescente enseñándole
a otro adolescente. Sin embargo, había momentos en la enseñanza que, cuando yo
lo hacía mal, él decidía gritarme. En algunas ocasiones llegaba al punto de que
empujaba mis manos hacia un lado para tocar él, porque yo lo hacía mal. Esto
llegó a hacerlo incluso en frente de otras personas, lo cual fue muy vergonzoso
para mí.
Me sentí un fracaso, sentí que no
daba la talla y que jamás la daría. Había momentos en los que debía contener
mis lágrimas para no llorar frente a él, porque no solo eran los gritos, era
enterarme de su propia boca que yo no servía para tocar el instrumento.
Creo que no hace falta decir que
dejé de tomar clases con los años y que luego comencé una progresión en la que
cada vez tocaba menos, hasta el punto de que finalmente lo dejé.
Tal vez este no sea el mejor
ejemplo de una actividad dolorosa, porque no hubo un dolor físico. No obstante,
sí hubo un dolor emocional, uno que claramente me marcó para siempre y que me
hizo apartarme de algo en lo que pude ser muy buena.
Años más tarde, conocí a una
profesora de música maravillosa, que me enseñó a tocar el violín y con ella pude
sentir la diferencia en los métodos de enseñanza. La verdad es que nadie
aprende con gritos, nadie aprende a la fuerza, nadie aprende con dolor. Con el
tiempo, lo único que le va a quedar a esa persona es la mala experiencia y
posiblemente el deseo de no volver a retomar esa actividad nunca más.
Gracias a mi profesora de violín
y a otros buenos profesores que he conocido en el camino me siento capaz de
aprender lo que sea, hasta piano; esta vez a mi manera.
Sin embargo, allá afuera sigue
habiendo gente irresponsable que todavía trata de «enseñarnos» que sin dolor no
hay gloria. No hay idea más falsa y más absurda que esta.
Amigos, el dolor siempre es un
mal indicativo, hasta los médicos especialistas lo reconocen. Curar una lesión
no debe doler, el alcohol no es necesario para desinfectar heridas, porque si
bien es un antiséptico de acción rápida, puede llegar a romper células
capilares sanas y ralentizar el proceso de sanación.
Combatir el acné no debe doler,
sacar los granos y usar productos que produzcan ardor no está recomendado,
porque puede generar la aparición de nuevo sebo y además deshidratar la piel.
Depilarse no debe doler, las
depilaciones con cera o productos similares irritan la piel y generan el
crecimiento de bello más grueso o pueden generar lesiones cutáneas.
Y así puedo seguir.
Por favor, basta, deja de seguir
estas recomendaciones, deja de seguir romantizando el dolor. Y, sobre todo, si
eres hombre, deja atrás la creencia de que el dolor te hará más fuerte, de que
mientras más te duela más macho eres. El dolor es solo eso, una sensación.
Al final de un día de entrenamiento lo que debe quedar en tu mente es una sensación de satisfacción y no de dolor. Si asimilamos el dolor con una actividad, llegará el día en el que no podamos seguir. Porque, aunque intenten probarme lo contrario, nadie, nadie, nadie se acostumbra al dolor. Habrá quienes tengan cierta resistencia a él, pero nadie es inmune al dolor.
La herencia de las iglesias con crucifijos nos dejó la cultura de los «santos» concepto muy conveniente para quien maneja los capitales donde se le convence a las masas de que su sufrimiento les da valor. Y seguimos ahí. Denostando al chile del que no pica
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