Era diciembre y la ciudad de Molinillos
celebraba su centésimo cumpleaños.
En el pequeño pueblo todos tenían su
participación. Los panaderos hacían concursos de los mejores panes, las amas de
casa arreglaban los parques y los niños preparaban exhibiciones. Pero lo más
esperado era la banda marcial y por eso sus integrantes se habían preparado
durante meses.
Como todos estaban tan ocupados, nadie notó la
ausencia de Salomé, quien prefería acostarse sobre el caraqueño del parque
cercano.
A las seis de la tarde se escucharon los primeros fuegos
artificiales dando inicio al evento principal. Todos se habían reunido en el
estadio, pero Salomé no había prestado atención y en cambio dormía sobre aquel
árbol. Allí permaneció, hasta que la picadura de una hormiga la levantó de un
brinco y la hizo caer.
A lo lejos se oían los gritos de la multitud y las
canciones de la banda. Salomé se levantó y caminó por las calles. No encontró a
nadie cerca, salvo alguno que otro vecino al que le había cogido la tarde.
Después de caminar un buen rato regresó al parque,
cuando divisó la silueta de una mujer detrás del columpio.
Sintió curiosidad y la observó bien.
Como no se movía, se acercó y se dio cuenta de que no era
más que una viejita en bata de dormir y chancletas. Su rostro no se le hizo
conocido y se animó a preguntarle si se había perdido.
—No—respondió la mujer luego de varios intentos—, estoy
bien. Creo que me presenté en mal momento. Vengo de visita.
―¿De visita?—dudó Salomé —¿A quién busca?
Pero la mujer contestó con otra pregunta.
—¿Puedes decirme tu nombre?
—Salomé…—balbució ésta.
La abuelita le sonrió y luego le pidió que la
acompañara por la ciudad.
Salomé intentó averiguar de nuevo a quien buscaba,
pero la anciana volvió a contestarle con una pregunta:
—¿Por qué no estás en la fiesta?
—No es de mi gusto. Todos los años es la misma fiesta.
—¿Ah sí?
Caminaron en silencio y recorrieron todo el pueblo. No
había mucho que ver, la alcaldía, el tren en desuso, la catedral de Cristo Rey
y algunos colegios.
Al marcar el reloj las 08:00 pm y cansada de caminar, Salomé
llevó a la extraña visitante a su casa, le ofreció café y le alcanzó una
mecedora para descansar. Se sentía cómoda con ella, como si la conociera desde
siempre.
—¿De dónde viene?—le preguntó la chica.
—De aquí—contestó la mujer—.
Quiero decir, aquí nací.
—¿Y por qué se fue?
—Uno no puede estar siempre donde quiere. Había más
cosas esperando por mí.
Salomé guardó silencio. No sabía que quería decir con
ello.
—¿Cómo está tu madre?—preguntó la abuelita.
La pregunta la tomó por sorpresa.
—Bien, ella siempre está muy animada para esta época.
—¿Y tú no?
—Bueno, al principio me animaba la idea, pero ahora
no.
—¿Por qué no?
Salomé creyó tener la respuesta, pero cuando se animó
a contestar no supo qué decir.
¿Por qué le molestaba tanto la celebración del
cumpleaños de la ciudad?, nunca había tenido una mala experiencia durante el
evento, es más, cuando era niña solía esperar ansiosa esa fecha durante el año.
Quiso decir algo, pero fue interrumpida.
—Que buen café preparas, hace mucho no tomaba uno tan bueno.
—Me lo enseñó mi mamá.—sonrió
la chica—. Ella misma muele los granos. Antes preparábamos el que traía
mi papá, era un recolector, pero desde lo de su pierna ya no pudo ir.
—¿Y qué hay de ti?, ¿hay algo que quieras hacer?
—Aun no estoy segura—respondió
la chica con vergüenza.
—Ya encontrarás algo que te guste.
Salomé asentó con la cabeza y se dirigió a la cocina a
preparar más café. Pero al volver no encontró a la abuelita por ningún lado.
Salió a la calle y corrió en dirección al parque donde la había encontrado.
La halló justo al lado del columpio, muy contenta. La
acompañaba una niña de diez años, un hombre alto con sombrero y otra mujer
algunos años mayor.
—Gracias Salomé—le sonrió—, gracias por llevarme con
mi visita.
La chica intentó acercarse, pero sus piernas estaban
pegadas al suelo. Intentó hablar, pero las palabras quedaban atoradas en su
garganta.
—¡Espera!—gritó.
Pero ya no había nadie en el parque.
Sonriendo, chocó sus rodillas contra el suelo y
comenzó a llorar.