En una pequeña ciudad al noroeste de Colombia vivía
Vicente, un hombre tramposo que se dedicaba a estafar a la gente con un par de
dados, asegurándoles que de ese modo podía leerles la suerte. Tenía a su favor,
una buena cantidad de cómplices que corrían los rumores de su éxito y otros,
que se encargaban de hacerlos realidad. Aunque pareciese imposible que un negocio
tan soso diese buenos frutos, le iba bien.
En principio la gente creía en su palabra y terminaba
tontamente engañada, pero como hablamos de un municipio pequeño, los clientes
poco a poco comenzaron a escasear. Vince, como lo llamaban sus adeptos, se vio
obligado a salir de la ciudad y poner en práctica sus nuevas habilidades para
que las estafas fuesen más efectivas.
Entre sus numerosos viajes llegó a la ciudad de
Bogotá. Allí conoció a una linda joven con la que terminó casándose y se
estableció en un pequeño apartamento a las afueras de la ciudad. No obstante, y
aún después del matrimonio, le mantenía en secreto su identidad como estafador.
Para ella, era solo un trabajador honrado de una empresa de telecomunicaciones.
En uno de esos días, a Vince se le presentó un señor
de saco y sombrero elegante. Parecía ser extranjero por sus cabellos rubios,
ojos azules y su acento extraño. Este le pidió que le leyera la suerte,
señalando con sus manos los dados sobre la mesa. Vince aceptó y con tres
lanzadas predijo su futuro.
—Déjame leer tú suerte ahora—le dijo el extranjero con
su entonado acento.
Y luego tomando los mismos dados, les dio un soplo y
los lanzó.
Marcaron un tres y un cuatro.
—¡Pero qué es esto!—exclamó de nuevo el extranjero —Lo
siento amigo, pero parece que en tres días te visitará la muerte.
Fue tanta la sorpresa de Vince al escuchar eso, que no
se percató en qué momento desapareció el extraño. Más tarde, al pensar de nuevo
en ello, le hizo gracia. Por un instante había creído en la posibilidad de que
la muerte lo visitara.
Al tercer día del encuentro, salió muy normal en la
mañana y realizó el trabajo de siempre. Pero en la tarde se le hizo imposible
salir; esto debido a que el clima había pasado de un cálido sol, a unas grandes
nubes negras que iniciaron una fuerte tormenta. Así que recogió sus cosas y
regresó a casa.
Al atardecer recibió la llamada de su esposa, le
avisaba que había quedado atrapada en la empresa debido al mal tiempo y que tan
pronto como dejara de llover regresaría.
El reloj avanzaba y la tormenta empeoraba. Se hizo de
noche y con su llegada se fue la electricidad. Mientras buscaba una vela en la
cocina, escuchó algunos ruidos. Alguien llamaba a la puerta, pero no podía ver
quien era. De pronto, esta se abrió y entró una persona envuelta en una toga, con
una cabeza colgándole de una mano. Se acercó a paso lento, estirando los brazos
y pronunciando su nombre.
—¡No puede ser!—manifestó Vince—, ¿acaso el extranjero
tenía razón? ¿Ha venido la muerte a llevarme?
Corrió pronto a su habitación en el segundo piso y
cerró la puerta tras de sí.
La muerte recorrió los pasillos y golpeó a su puerta llamándolo
por su nombre.
¡Dios lo estaba castigando por engañar tantos años y a
tanta gente!
—Por favor Dios mío, no permitas que me lleve—rogaba el estafador—. Prometo convertirme en un gran
hombre, trabajaré honradamente para sostener a mi familia, ¡pero por favor,
protégeme!
Los golpes duraron unos minutos más y luego se
detuvieron.
Esperó por un momento y abrió la puerta. Se dirigió a
las escaleras y la muerte estaba allí en la cocina, buscando desesperadamente
algo. Vince subió al cuarto, agarró una sábana y se la arrojó encima. Luego se
aseguró de amarrarla bien y se dirigió al patio por una escoba, tenía que estar
preparado por si ella lograba escapar. Pero cuando volvió a la cocina, regresó la
luz.
—¡Vicente, Vicente!—gritaban desde el saco—Sáqueme de
aquí. He intentado hablar con usted desde hace rato. Buscaba una vela para
alumbrarme.
Esa voz, esa voz… ¡era la de su suegra!
Corrió hacia ella y la desató.
¿Cómo había sido tan tonto de creer que era la muerte?
Ella usaba un impermeable por la lluvia y lo que traía
en su mano no era una cabeza, sino una bolsa llena de comida. Su hija la había mandado
a prepararle la cena y como hablaba tan suave, con la lluvia apenas podía oír
su nombre.
Vince tuvo que explicarle calmada y vergonzosamente la
situación.
Todavía no había llegado su hora de morir, solo su
suegra para la hora de comer y nunca se había alegrado tanto de verla. Luego de
aquella experiencia, se olvidó de los juegos sucios y consiguió un empleo como
vigilante de un conjunto.