Hace mucho tiempo existió un joven cartero de
descendencia humilde.
Su padre había ejercido también el oficio y se había
ganado una buena reputación.
Cuando él falleció, cuidó de su madre, hasta que ella
también murió a los pocos años.
Una mañana, recibió un paquete dirigido a la Señorita
Jane J., hija de una familia de nobles destacados en la ciudad.
Cuando se lo entregó, quedó prendado de su belleza y
desde entonces le envió cartas jurándole amor y haciéndose llamar Kn.
Pero ella ya estaba comprometida con un soldado y las
cartas de su admirador pasaron a segundo plano.
Pronto en aquel país estalló una guerra y el joven
soldado tuvo que partir. La pobre muchacha se puso muy triste, pero su novio le
había prometido escribirle una carta cada semana dándole las buenas nuevas.
El enamorado cartero no desaprovechó la oportunidad, y
muy enterado de la situación, se cercioró de esconder cada semana las cartas que
enviaba el soldado.
Pasaron los días y los meses, y la joven Jane J solía
preguntarle al cartero si había llegado alguna carta de su amado. Y como nunca recibía
una respuesta positiva, preguntó cada vez menos hasta dejar de hacerlo.
Cansada de insistir, se empeñó en buscar al único que
siempre la había querido: su admirador secreto. Noticias que por supuesto llegaron
a oídos del cartero.
Feliz porque sus planes habían salido a la perfección,
envió una carta a la joven citándola en el parque a las diez de la noche. Debía
ser rápido, pues en su último mensaje el soldado avisaba de su regreso.
Ya lo tenía todo planeado y para evitar cualquier rechazo,
la secuestraría y la apartaría de su familia y de su amado soldado.
Salió así, a comprar una colonia y una levita nueva.
Cuando regresó a casa, un señor lo esperaba en la
puerta del negocio con un paquete entre sus manos.
Como el hombre vestía de capa negra, se le hizo imposible
verle el rostro.
A penas lo vio llegar, y sin presentarse, le dio
claras indicaciones de que el paquete debía ser entregado ese día a la media
noche.
—Haré lo posible—le respondió el cartero.
Y sin intenciones de cumplirlo, dejó caer el paquete sobre
la mesa y salió en dirección al parque.
Vestido con el mejor traje que pudo comprar, se sentó
a esperar a su querida Jane J.
Pero primero llegó la luna a su punto más alto antes
de que la joven apareciera. Había cogido un pequeño resfriado y se había
quedado en casa descansando.
Enfurecido, el cartero retornó a su casa.
—Si ella no quiere venir conmigo, yo la obligaré—se
decía.
Cuando entró, vio el paquete sobre la mesa. Revisó su
reloj y vio que eran más de las de la noche. No le dio importancia, y se acercó.
Encendió una vela y trató de buscar una dirección sin ningún éxito. Muerto de
la curiosidad, abrió el paquete y encontró una vieja espada rota.
—Qué cosa tan inútil—expresó mientras la observaba—,
¿quién querría tenerla?
Y la blandió al aire.
De pronto, la espada se completó y de ella se
desprendió una luz cegadora.
Ante él se abrió una puerta.
Hay quienes dicen que llevaba al infierno, otros que,
a una nueva dimensión, y otros que a un tiempo distinto. En todo caso, del cartero
no se volvió a escuchar.
La policía abrió el caso partiendo de un posible asesinato
o secuestro, pues sus pertenencias seguían intactas. Pero terminó por archivarlo
al no encontrarse pista alguna.
También se corrieron rumores de una posible huida y hay
quienes aseguraron haberlo visto en otras ciudades, aunque el hecho nunca se
aclaró.
Solo pudieron encontrar escondidas en su sótano las
cartas del soldado dirigidas a la señorita Jane J, quien es ahora la señora
Golden.
En cuanto a la espada, esta volvió a su forma original
y terminó perdiéndose con otras pertenencias del cartero.