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Fiona y el sabio de los colores

 


Fiona se perdió entre los colores: azul, morado, rojo y naranja. Más allá verde, amarillo, blanco y negro.


La condujeron a la mansión de cristal, ubicada a las orillas de un lago. Allí tomaron forma.


Una gran cola de plumas se extendió hasta el cielo, mezclándose en perfecta sincronía. Cada una poseía un brillo distintivo, y con ello Fiona entendió el porqué de su apelativo El sabio de los colores.


¿Era él rey de aquel lugar?—se preguntó.


Un grupo de luciérnagas atravesó el lago e iluminó su rostro.


Fiona se quedó contemplándole, hasta que el crujido de una rama la asustó y echó un pie sobre el agua.


De inmediato, los ojos del rey se posaron sobre ella. Aquel avistamiento la asustó, pero luego intentó descifrar su tonalidad.


—Acércate—le manifestó él antes de que pudiera descubrirlo.


Pero ella se quedó anclada en su sitio. Entonces el sabio ladeó su cabeza, repitió la orden y desde su distancia se formó un camino de piedras.


Fiona levantó el pie y rápidamente lo retiró del agua.


—Es seguro.—le prometió el ave, y guiada por la curiosidad, Fiona transitó por él.


No creía muy larga la distancia que había de recorrer, pero cuando avanzó por el sendero cayó en cuenta de la inmensidad del lago.


Mientras caminaba, veía sobre él el espeso reflejo de las estrellas apenas comparable con el brillo de las plumas. Pero cuando las ondulaciones producidas por las rocas desaparecieron, el cielo nocturno se congeló sobre aquella superficie plana y creyóse ajeno a cualquier imperfección.


Las estrellas parecían tan reales, que Fiona debió buscar su reflejo para comprender que era solo un espejo.


—¿Quién eres, niña?—la interrumpió el rey.


Fiona titubeó su nombre y luego preguntó si él era sabio de los colores.


—Ese fue el nombre que recibí de quien me creó—contestó este.


—¿Y quién lo hizo?


—Un maestro del color.


El ave tomó un poco de agua entre su pico y roció sus plumas. Algunas de ellas cayeron al lago. Su color era opaco en comparación al resto y su brillo apenas visible. Cuando caían terminaban por deshacerse, pero esa intromisión poco estorbaba la quietud del agua.


—¿Qué eres?—le preguntó la niña.


—Sueños—respondió el sabio —. Los sueños de todos los niños en el mundo. La base de mis colores está compuesta por la magia de sus deseos.


—¿Entonces… las plumas que caen?


—Son los que se desvanecen.


—¿Por qué?—preguntó la niña casi llorando—, si son tan hermosos, ¿por qué se pierden en la oscuridad de tu lago?


—No es este lago, es tu mundo quien las ennegrece.


Fiona se tambaleó y cayó en la laguna.


—¿Por qué te sorprende?—le preguntó el ave mientras empapaba su plumaje—, pierdo plumas todo el tiempo, por eso me lavo constantemente.


—¿Haces eso siempre?– le preguntó la joven—, ¿esperas a que se caigan para olvidarlas?


—Fui creada para ser admirada.


—¿Y crees que si lo haces serás siempre hermosa?


—Así es tu mundo—contestó el sabio—. No hay nada que yo pueda hacer para cambiarlo.


Fiona regresó al sendero y se atrevió a tocar el plumaje.


—No te preocupes.—lo mimó—, yo cuidaré de ellos.


Mientras lo acariciaba una nueva pluma creció. Su color y brillo la hicieron destacar de las demás.


El sabio se detuvo y observó a la chica:


—Dime, ¿quién eres?


Pero antes de que Fiona pudiera responder, escuchó que la llamaban. Entonces se lanzó hacia la voz, señaló a la pintura y exclamó:


—¡Es el sabio de los colores!


—¿Y si será sabio?—preguntó su padre.


—¡No te imaginas cuanto!—contestó ella.



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