Cada tanto, me encuentro
con una noticia que parece indignar al mundo: “mujer muere sola en su casa o apartamento”.
Y, saltándome el hecho de que siempre es una mujer, me resulta curioso el cómo
pensamos que una muerte en solitario es más triste que una vida en solitario.
La muerte, dicen los
mayores, es lo único que todos tenemos en común, es lo único que no se puede
evitar. Precisamente, es con base en este argumento que durante años se ha
buscado una manera de prolongar la vida del ser humano.
Parece que cada vez vivimos
más, aun así, nos asusta morir solos, ¿por qué? Quizás lo que nos asusta no es
realmente morir solos, sino que, lo que en verdad nos aterra, es el hecho de
morir sin haber dejado un legado.
Todo el tiempo intentamos
encajar en la sociedad, dejar nuestra huella en la industria, en la vida de
alguien más, en la historia. Cuando pequeños soñábamos con cosas grandes, con
salvar el mundo, con vivir una aventura. Y cuando crecimos nos esforzamos por darle sentido
a nuestra vida, un motivo que nos haga sentir que lo que hacemos vale la pena.
De alguna forma
tratamos de justificar nuestra existencia en el mundo, porque si no lo logramos
perdemos nuestra motivación para vivir. Así, solo los que no se consideran “útiles”
para la sociedad desean la muerte.
Nadie quiere morir
cuando siente que su trabajo y su vida son importantes para los demás. Nadie
quiere morir cuando se siente aceptado. Pero lo cierto es que la vida y la
muerte tienen más relación con el azar que con el destino.
Que vivamos ya puede
considerarse un milagro. Eres uno de mil espermatozoides en llegar a la meta. Tu
nacimiento está marcado por el azar y no por una causa que la justifique. ¿Entonces
por qué buscamos ese sentido de pertenencia? Porque somos seres sociales.
El ser humano necesita
la convivencia para vivir. Por más que queramos negarlo, la compañía de otros
nos ayuda a soportar las penurias y las desgracias. Pero más allá de la compañía,
el ser humano necesita aceptación. Necesita demostrarles a los otros que su
existencia marca la diferencia.
Este ego a veces nos
lleva a conseguir cosas grandes: fama, dinero, poder. En otras ocasiones, esa
habilidad de mover a las masas genera más estragos que momentos de felicidad. Pero
bien sea la fama o el oprobio, toda persona quiere tener una razón para ser
recordado.
Eróstrato, por
ejemplo, quemó el templo de la diosa Artemisa, una de las maravillas de la antigüedad,
solo para que su nombre se inmortalizara en la historia. En otras palabras, pareciera
que lo importante no es lo que hagamos, sino que lo que hagamos sea tan
relevante como para pasar a los anales de la historia.
Mientras más personas
ingresan a esta competencia, más de ellas miraran con asco y con temor el hecho
de morir en la inopia. Esto, además, tiene un nombre: inaceptable.
No se equivoquen. La muerte
de estas mujeres no resulta inaceptable solo porque hayan estado solas al morir,
resulta inaceptable porque nadie se dio cuenta de que eso había ocurrido, para
empezar. Pensamos que su vida era tan miserable, tan triste, tan poco valiosa
para otros, que nadie tenía razones para preguntar por ellas, que nadie tenía
razones para echarlas de menos.
Al leer estos
artículos, todos pensamos lo mismo: “no quiero morir así”.
Pero si su muerte
fuese en verdad tan patética como todos creen, no se estaría hablando de ella
en primer lugar, porque ni siquiera valdría la pena comentarlo. En realidad,
sus muertes sí son significativas, incluso más significativas que su propia
vida.
Si te menciono a Henrietta
Lacks posiblemente no te suene de ningún lado. Hasta hace unos meses yo también
desconocía su existencia. De hecho, su vida no fue relevante en sí.
Afrodescendiente, Lacks nació en Virginia, Estados Unidos, en agosto de 1920.
Lacks vivió una vida “normal”,
entre lo que se puede considerar normal para las personas afro, hasta que en
febrero de 1951 fue internada en el hospital John Hopkins; tenía cáncer. Una enfermedad
por la cual murió ese mismo año.
No tiene nada de
extraordinario que haya muerto de cáncer, muchas personas mueren de eso, sin
embargo, Henrietta tenía algo especial, sus células no murieron. Sí, se
conservaron en la unidad de cáncer del laboratorio, pues tenían una
particularidad: se podían cultivar indefinidamente. Las células HeLa (por sus
dos iniciales) nunca dejaron de reproducirse.
Esto es transcendental,
porque es gracias a ellas que se han logrado grandes avances científicos, como
el desarrollo de una vacuna contra el polio, entre otras cosas. Todo esto, se
logró después de la muerte de una persona. Sin la existencia de Henrietta Lacks
y sus extraordinarias células inmortales nada de eso hubiera sido posible.
Hablemos ahora de la
desconocida del Sena. Fue una joven que murió ahogada en Paris durante el siglo
XIX, cuyo rostro se replicó tantas veces que terminó convirtiéndose en la cara
de la muñeca de resucitación Anne.
De la desconocida del
Sena se tienen muy pocos datos, apenas se sabe que era una mujer joven que,
seguramente, se quitó la vida por culpa de una ruptura amorosa o un pasado
terrible. Lo que sí es seguro, es que su muerte resultó más significativa de lo
que la propia chica hubiera podido pensar.
Lo que quiero decir,
es que no existe ninguna muerte patética o poco importante, porque cada vida
cuenta, cada vida es valiosa, y la muerte es la prueba más irrefutable de que
así es.
No tiene nada de malo
vivir una vida ordinaria, mientras vivamos haciendo lo que nos hace felices y
trasmitiendo esa felicidad a otros. No necesitamos viajar al espacio para ser
recordados, nuestra sola existencia en este momento está sembrando semillas de
inspiración en otros.
Gabo, por ejemplo, se
inspiró de sus abuelos para crear historias con ligeros toques de fantasía. Y
si no fuera por la muerte de Mumtaz Mahal, su esposo jamás hubiera construido
el Taj Majal.
Parece que todo este
tiempo nos hemos olvidado de algo importante, de lo más importante, de lo que
nuestra existencia significa para otros.
Pero, ¿qué hay de
todas esas mujeres que murieron solas en sus hogares? ¿Qué tan especial pudo
haber sido su vida para morir de esa forma? Aunque su vida no haya sido
extraordinaria, sus muertes son especiales, y lo son, porque nos permitimos
recordarlas.
¿Cuántos escritores
no han tenido ideas fantásticas inspirados en un artículo que leen en el
periódico? Algunos de ellos están basados en muertes poco comunes, esas que
parecen escaparse del imaginativo humano.
La muerte de una
persona siempre ocupará un espacio en nuestra memoria. Si Jack el Destripador
no hubiese matado a esas prostitutas tal vez nadie se hubiese interesado por
las víctimas. Pero sus muertes inspiraron a otros a mejorar el sistema para conseguir
la anhelada justicia.
A veces es necesario
una muerte, por más cruel que suene, para marcar la diferencia, para hacernos
entender que al final de cuentas todos somos humanos, porque todos tenemos la
capacidad de morir. Malos o buenos, prostitutas, pobres, militares o
académicos. Para la muerte, el título que hayas ejercido en vida, es
irrelevante; nadie está fuera de su destino.
Y volviendo al primer
párrafo de este escrito, no considero que la muerte de esas mujeres haya sido en
vano. De alguna forma, lo que les ocurrió hará reflexionar a más de uno. Después
de todo, es pensando en su muerte y en la de muchos otros que puedo sentarme a
escribir hoy.
Basta con que uno de
sus vecinos se inspire en ellas para cambiar su estilo de vida; basta con que
alguien lea la noticia e intente dar con alguna solución a situaciones
similares en el futuro; basta con que un desconocido escuche la historia y se
interese por saber más sobre la vida de estas mujeres.
Nuestra vida y, sobre
todo, nuestra muerte, termina inspirando a otros de formas que no podemos
concebir. En realidad, la vida solo tiene sentido porque en algún momento
llegará su fin. Este lazo que tenemos en común con los demás seres vivos nos
fascina y nos asusta a la vez.
Tal parece que como seres
humanos estamos condenados a encontrar una razón para inmortalizarnos, como si
después de muertos eso tuviese alguna importancia. Vivir por siempre en el
recuerdo ajeno, esa es la verdadera eternidad que tanto anhelamos.