En el año 2001 se estrenó una
película que llamó mucho la atención. La historia era la siguiente: una chica
popular decide seguir a su exnovio hasta Harvard y estudiar leyes. Su idea es
muy simple: demostrarle a él lo determinante que puede ser y de esa manera
conseguir una propuesta de matrimonio. Sí, estoy hablando de Legalmente rubia, como se le conoció en
Latinoamérica.
Pueda que el haber leído su
sinopsis no te hubiera hecho recordarla de inmediato, pues quizás al pensar en
la cinta lo primero que se te venga a la mente sea una chica rubia, vestida de
rosa, con un chihuahua en los brazos. ¿Y a quién no?
La cuestión es que, cuando
pensamos en abogados, lo último que se nos viene a la cabeza es extravagancia;
todo lo que Elle Woods parece ser. Esto es así, porque tendemos a ponerle a las
profesiones ciertos cánones o patrones que de alguna forma nos hacen sentir que
las cosas funcionan como debieran.
De hecho, durante toda la
película, Elle debe soportar burlas, rechazos y constantes señalamientos debido
a su forma de ser. Incluso nosotros, como espectadores, llegamos a pensar que
era ella y no la escuela la que debía adaptarse. Sin embargo, Elle Woods hace
algo sorprendente: se mantiene fiel a sí misma.
Y esto le funciona. Cuando
comienza a tomarse en serio el estudio, Elle les demuestra a sus compañeros que
una abogada vestida de rosado puede ser igual de buena o mejor que el resto,
porque lo que importa no es la ropa, sino la confianza en uno mismo. Por esta
razón el final es tan perfecto, porque lo que la hace ganar el caso no es al
fin de cuentas su conocimiento en leyes, sino su experiencia sobre moda y
peluquería.
Si bien debo admitir que es un
final muy hollywoodense, el mensaje que trasmite es claro: sé tu mismo. Y de
eso quiero hablar hoy, de cómo a veces nos perdemos en el camino por tratar de
ser cómo otros y cómo es importante volvernos a encontrar.
Cuando vi por primera vez Legalmente rubia en televisión me reí y
luego me quedé pensando. En ese entonces no podía imaginarme siendo como Elle
Woods, pero la admiraba. Yo había llegado a la secundaria con apenas diez años,
convirtiéndome de facto en la más pequeña de un grupo de cuarenta estudiantes.
Cuando comencé ni siquiera tenía
el uniforme. Llegué ese día a la clase de informática y de inmediato todos
comenzaron a llamarme por un nombre al cual no estaba acostumbrada. Fue extraño
y aterrador. No sabía nada de aquel mundo, pero pronto entendí algo: yo no
encajaba allí.
Durante los siguientes años me
encargué de ocultar mi verdadera personalidad. Si nadie conocía a la verdadera
yo, nadie podría burlarse de ella. Y funcionó, pero el costo fue enorme. Tanto
así, que cuando llegué a la universidad tuve que aprender a volver a confiar en
los demás; tuve que aprender a hablar de mis problemas; tuve que aprender a
comunicarme.
No fueron pocas las veces que me
cuestioné el por qué no podía ser como los demás. Mi apariencia aniñada, mi
estatura, mi voz, mis gustos propios, todo me hacía destacar de formas que me
avergonzaban. Sentía que nadie podía tomarme enserio. Lo peor de todo es que
actuar como yo misma me aterraba; tenía miedo de volver a sentirme rechazada.
Cuando me di cuenta de que quería
convertirme en escritora uno de los primeros pensamientos que vino a mi mente
fue: no conozco una escritora que se parezca a mí, que haya tenido la vida que
tengo yo. Así pues, me puse a pensar en cómo podía parecerme más a otros.
Muchos años después, al graduarme
como abogada, ese pensamiento se repitió en mi mente, pero centrando al ámbito
del derecho: no conozco una abogada que se vea como yo. Así pues, intenté
buscar una forma de demostrar que, a pesar de todo, era buena en lo que hacía.
Sí, que era buena en lo que
hacía, porque a esas alturas ya me había dado cuenta de una cosa: no iba a
encontrar a alguien como yo en ninguna de mis dos profesiones; por eso, tenía
que seguir adelante con lo que tenía y demostrarles a los demás que podía
hacerlo. Si no había nadie como yo en la industria, yo tenía que ser la
primera.
En realidad, ahora entiendo mejor
que nunca que esas cosas que nos hacen únicos, esas cosas que nos avergüenzan, esas
cosas que queremos ocultar, pueden convertirse en nuestra mayor ventaja. Ver el
mundo desde una perspectiva distinta no es tan malo. Gracias a eso pude
resolver problemas que nadie más pudo resolver en el pasado.
Volviendo mi vista atrás, me doy
cuenta de que ya no quiero ser como los demás abogados ni los demás escritores,
quiero tener mi propio sello, mi propia identidad. Si existen cosas que solo yo
puedo hacer, las haré, aunque eso implique ir en contra del sistema. Las
sociedades cambian y lo que antes parecía correcto ahora es cuestionado una y
otra vez.
Solo unos pocos han permanecido
en pie, curiosamente aquellos que toda la vida siguieron sus instintos. Por
eso, no importa tanto si la sociedad cambia o no, lo importante es que tú sigas
siendo tú, ahora y por siempre.
A día de hoy, algunos años han
pasado ya desde mi graduación y aunque desde entonces los pasos para descubrirme
a mí misma han sido lentos, son constantes. Incluso puedo decir con cierto
orgullo que la chica que soy ahora es capaz de afrontar desafíos que antes
suponía fuera de su alcance. Cada vez le temo menos al qué dirán.
Por eso, cree en ti, ten un poco
de fe en ti y en lo que puedes lograr, porque, aunque a veces parezca que el
mundo está en tu contra, lo cierto es que el mundo no necesita otro abogado de
traje gris, a veces lo que el mundo necesita es una chica fresca en un rosado traje
despampanante.
Este mundo gusta de enaltecer el concepto de «verdadera identidad» pero aplasta a los individuos en cuanto dejan de ser homogéneos. Una relectura de esa película tras los años se vuelve muy curiosa. Solo cosa de googlear "abogado batman". Gran revelación personal. Entre introvertidos nos reconocemos.
ResponderEliminar