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El Cuarto de Pablito


Era sábado y Pablito se había levantado muy temprano. Estaba listo para desordenar todo aquello que arremetiera contra él.


—¡Estoy aburrido!—se quejó pasadas las diez.


Y arrastrando sus piececitos jaló de la blusa de su mamá.


Esta dejó escapar una carcajada.


—¿Por qué no miras televisión?—le sugirió.


—¿Televisión?—pronunció el niño con la cara arrugada—, nunca hay nada bueno que ver allí.


—Entonces puedes ayudarme con el almuerzo.


—No quiero hacer eso tampoco.


—¿Y si juegas con tu hermano?


—Está dormido.


Pues era aún muy pequeño.


El niño continuó jalando su blusa, diciendo que se moría de aburrimiento.


—¡Sí que exageras!—suspiró su mamá—. Haber pienso qué puedes hacer.


Y meditó un buen rato. Cuando tuvo una idea, dijo al fin:


—Hay algo que tú y solamente tú puedes hacer.


—¿Lo hay?


Pablito levantó la cabeza.


—Limpiar tu cuarto—afirmó su mamá.


Y Pablo se encorvó de nuevo.


—¡Eso no es divertido!—gimió—. Además algunos juguetes me dan miedo.


—Pero son tus juguetes, hijo. Y tienes tantos que no te haría mal regalar algunos.


—¡No!—gritó Pablo—, son míos.


—No seas egoísta. Hay niños que quisieran tener al menos una muñeca de trapo o un camión de botella.


No era la primera vez que se lo decía, pero Pablo no estaba de acuerdo. Podría compartirlos con su hermano, pero jamás regalaría alguno.


Finalmente, accedió a limpiar su cuarto.


Su honor le decía que debía demostrarle a su mamá cuán suyos eran sus juguetes. Sin contar, claro está, la promesa que ella le había hecho de prepararle un delicioso postre de moras al terminar.


Con estos pensamientos subió las escaleras, se acercó al cuarto en puntitas y echó un vistazo: ropa sobre la cama, libros desubicados, peluches, cartas, fichas, zapatos, muñecos de acción, dinosaurios, pelotas, canicas, raquetas y muchos otros tirados por el suelo.


No había un solo espacio en el cuarto que no estuviera lleno de cosas, tanto, que apenas si podía ver el color de las paredes y las baldosas del piso.


—Jamás acabaré—suspiró.


Sin embargo, quería intentarlo. Su madre sí que estaría orgullosa de él al terminar y, lo más importante, le dejaría comer su postre de moras con cubierta de galleta y mermelada.


Pablito se tuvo que limpiar la baba al imaginárselo. Para luego y con toda determinación, ingresar al safari de juguetes.


Adentro todo estaba oscuro, no pudiendo distinguir más que siluetas.


Caminó en silencio, despierto ante cualquier movimiento, y de pronto escuchó ruidos, risas y pasos. Cuando una sombra cruzó a su alrededor.


—¿Quién está ahí?—preguntó.


Pero la sombra siguió moviéndose entre las estructuras.


—¡Quieto!—escuchó, y recibió el golpe de unas flechas de juguetes.


Pablito perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, más por el susto que por el impacto.


De repente, más de cuatro silueticas se lanzaron sobre él, lo amarraron con un lazo para saltar, le vendaron los ojos y la boca y lo llevaron consigo.


Cuando retiraron las vendas se encontró sentado en lo que parecía ser un estrado hecho por cajitas de cartón y lápices.


A su izquierda y vestido como juez, estaba sentado el señor Babotas, el león de peluche preferido de su hermano menor y al que le faltaba un brazo.


Más a su izquierda, estaba el señor Oruga con su graciosa cara y su cuerpo desprendible. Había también en el fondo de la sala un grupo de espectadores, conformado por otros juguetes conocidos y a los cuales no había visto desde hacía mucho tiempo.


Por otro lado, Pablito se percató de que se había encogido o que al menos sus juguetes habían crecido, porque se encontraban a una misma escala.


—¿Sabe usted porque esta acá?—le preguntó el señor Babotas.


—No lo sé—respondió Pablito—. Tampoco sabía que podías hablar.


El señor Babotas, haciendo caso omiso al comentario del niño, se dirigió al señor Oruga:


—¿De qué se le acusa?


—Su señoría, este niño… Pablito.—se retorció el señor Oruga—. Se le imputa el cargo de abandono de juguetes.


—¿Qué dice señor Pablito? ¿Acepta el cargo?—le preguntó el juez.


—No señor Babotas…


—Señor juez o su señoría—lo corrigió este.


—Su señoría Babotas—intentó decir el niño, pero el león le dirigió una imponente mirada—. Su señoría—corrigió Pablito de inmediato—, no es cierto que he abandonado mis juguetes. Yo juego con ellos.


—¡Mentiras!—dijo la Oruga.


—Cálmese señor Oruga—le dijo el juez—. Continúe señor Pablito.


—A veces tengo que hacer mis tareas y otras cosas, pero yo juego con ellos—insistió el pequeño.


Y con dos mazazos, el juez ordenó continuar a la fiscalía.


—Su señoría—dijo la Oruga—, este servidor acusa al señor Pablito en el cargo homogéneo y sucesivo de abandono de juguetes. Tengo pruebas que confirman mis acusaciones.


—¿Qué pruebas?—lo miró el juez.


—Tengo declaraciones confiables, fotografías que lo muestran jugando con otros juguetes, todos ellos nuevos y no precisamente tomadas en este cuarto. El señor Pablito apenas consigue un nuevo juguete, desplaza a los anteriores.


—Adelante, reproduzca las fotos—le dijo el juez—, ¡traigan el computador!


Ordenó y a los pocos minutos apareció el portátil de la casa. El señor Oruga insertó una memoria USB y abrió los documentos respectivos.


Efectivamente, en las fotos se veía a Pablito jugando con sus nuevos carros a control remoto, montando en sus nuevos patines, en el baño con su nueva estrella de mar pegajosa, sentado en su nuevo navío, entre otras más. Todos ellas mostraban juguetes recién comprados, como lo había asegurado la Oruga.


Continuando la presentación, el fiscal hizo hincapié en una de ellas.


Se podía ver de nuevo al niño, esta vez con Ralph, el dinosaurio velociraptor.


—¡El pobre Ralph!—se lamentó la Oruga—. Esta foto es de hace solo tres semanas. El señor Pablito jugó con él solo durante siete días y fue abandonado al octavo, cuando recibió a Dragon. Lo peor es que no solo Ralph ha pasado por esto. Como él, miles de juguetes han sufrido lo mismo.


Aquí el señor Oruga mencionó al menos otros cuatro juguetes con historias similares


—Y esto por mencionar unos cuantos—concluyó.


—¡Yo no abandoné a Ralph!—dijo el pequeño—Yo solo…yo solo…yo…


—¿Ah sí? ¿Entonces dónde está él?—dijo la Oruga.


—N-no lo sé—reconoció Pablo.


—¿Dónde está el señor Ralph?—preguntó el juez.


—Lamentablemente fue imposible localizarlo―dijo el fiscal.


La sala se mantuvo reservada por unos minutos.


—Es una pena…—agregó el juez poniendo término al silencio y ordenando a la Oruga continuar con los testigos.


—Sí su señoría.


Y como primer testigo trajo al señor Roboto.


El juguete ingresó a la sala. Se trataba, como se lo habrán imaginado, de un Robot. Estaba equipado con luces, armas, y un casco protector. Había sido muy popular hacía algún tiempo por responder caminando a los aplausos.


—Cuéntenos señor Roboto—comenzó el fiscal— aproximadamente, ¿hace cuánto fue abandonado?


—Aproximadamente hace un mes—contestó.


—¿Estaba usted en mal estado?


—No señor.


—¿Conoce las razones de su abandono?


—Si mal no recuerdo, se debió a que se me agotaron las baterías.


—¿Qué ha estado haciendo desde entonces?


—Vivo por el cuarto junto con otros compañeros que pasaron por lo mismo. De vez en cuando miro hacia la puerta y recuerdo cuando el señorito jugaba conmigo.


—Lamentable, realmente lamentable.—sacudió la cabeza el señor Oruga.


—¿Algo para decir en su favor, señor Pablito?—le dijo el juez, pero Pablito guardó silencio—. ¿Es cierto que lo dejó porque no servían sus baterías?


Pero como el niño no respondía, el juez repitió la pregunta.


—No había más pilas en casa—respondió al fin Pablito.


Un murmullo de voces se extendió por el jurado, tan fuerte, que el juez tuvo que mandarlos a callar.


—Olvidé pedirlas…—continuó Pablito—, lo siento Roboto.


Este último estalló en llanto, tanto así que tuvo que ser retirado de la sala. Al momento, el señor Oruga hizo pasar a su siguiente testigo: Pinky Por, el puerquito de hule.


—Fui abandonado hace tres años—declaró.


—¡Objeción!—alegó el niño—, es un juguete para niños pequeños, ¡lo usaba cuando tenía cuatro años!


—No al lugar—respondió el juez.


—¿Qué ha hecho desde entonces?—continuó el fiscal.


—He estado muy solo—sollozó el cerdito—. Me hundí debajo de la cama, allí me quedé por varios días, que se volvieron meses, un lugar oscuro de muerte, donde viven horribles criaturas. No sé cómo logré salir, solo creí que si lo haría el señorito preguntaría por mí o me buscaría, pero se había olvidado de mí.


—¿Tiene algo más para agregar?—le preguntó el juez.


—Si me lo permite su señoría, quisiera decirle a mi dueño unas palabras.—Y con una inclinación de la cabeza, el juez le indicó que continuara—. Sé que soy un juguete para niños de 2 a 4 años y entiendo que no jugara conmigo. Sin embargo, si usted no quiere jugar más conmigo, déjeme saber que se siente tener otros dueños o por lo menos un lugar sobre la cama. Es todo lo que pido.


Pablito omitió responder.


El siguiente testigo fue un auto transformable que había sido abandonado hacía seis meses. Entre las víctimas de Pablito también estaba un carro de tres ruedas, una mini moto acuática, un triciclo, un libro para colorear con solo la primera página coloreada, un balón de futbol, un trencito y otros más. No obstante, el juez decidió que ya eran pruebas suficientes para tomar una decisión.


Pablito, por su parte, no tuvo una buena oportunidad de defenderse y a la larga se sentía culpable por sus actos.


Se escucharon tres golpes en el estrado, el juez anunciaba su decisión:


—Gracias a todos por su intervención en esta corte. El juez de esta sala ya ha tomado una decisión. Las pruebas son más que claras. Señor Pablito, lo declaro culpable por la conducta homogénea de abandono de juguetes y como pena le ordeno el encarcelamiento en la cárcel de almohadas.


—Por favor su señoría, apiádase de mi—suplicó Pablo muerto de los nervios—. Confieso que no he sido el mejor dueño, pero se lo juro, justo hoy me dirigía a limpiar y ordenar mi cuarto. Me he portado mal, lo sé. Sé que prefiero pedir nuevos juguetes a buscarlos en mi cuarto, pero prometo que mejoraré. Le daré unos a mi hermano de ser necesario. Así que por favor…


—Podemos considerar su petición—dijo el señor Babotas y dirigiéndole una mirada al señor Oruga, agregó—. ¿Alguna sugerencia?


—La idea de limpiar este lugar no es mala, así podremos reencontrarnos con nuestros amigos perdidos, como el dinosaurio Ralph. Y creo que el señor Pablito es el único que puede hacer eso. Él y solo él pueden arreglar las cosas.


—Creo que se me acaba de ocurrir algo.—sonrió el juez—. ¿Por qué no rescatas al dinosaurio Ralph del que tanto he oído hablar?


—Pero su señoría, nadie sabe dónde está él—le explicó la Oruga.


—Yo podría conocer su paradero—dijo alguien del público levantándose el sombrero con una mano de palo.


—¡Iván!, el capitán de los piratas—gritó Pablito—. No te veía hace años, creí que ya no existías.


—Y si existo no es gracias a ti—gruñó el pirata—, pero no es momento para hablar de eso.


—Danos tu información—le pidió la Oruga.


—Me encontraba vagando como siempre, entre los viejos zapatos y libros sin terminar, cuando escuché unos ruidos y me escondí detrás de una enciclopedia. Era un grupo no muy grande, no los vi bien, pero alcancé a distinguir la voz de Lagarto.


—¡La pandilla de reptiles!—se sobresaltó la Oruga.


—¿Lagartija Lagarto?—preguntó Pablo extrañado—¿Mi cocodrilo, mi caimán, el camaleón y la serpiente maliciosa?


—Ellos mismos—confirmó el pirata.


—Prosigue Iván—lo animó el juez.


—Mencionaron algo sobre un nuevo prisionero de la Araña Negra de Patas Verdes, a la que le faltan dos de sus patas y cuyo silbato ya no sirve. Las características que mencionaban eran similares, ¡no!, eran las mismas que Ralph, estoy seguro que hablaban de él.


—¿Es cierto lo que dices?, ¿sabes lo misteriosa y peligrosa que puede ser esa araña?


—Es cierto—dijo Iván.


—Es posible que se trate de la Araña Negra de Patas Verdes—intervino la Oruga—. He oído algo también. Dicen que se ha encargado de buscar a todos los juguetes nuevos para desaparecerlos por completo.


—El yate flotante con motor, el cubo rubik e incluso el lápiz monstruo, han sido víctimas de él—complementó el pirata.


—No puede ser, ¡mis juguetes!—dijo Pablito—. Es culpa mía también. Por eso, su señoría, ¡yo rescataré a Ralph y a todos los demás que se encuentren en poder de esa araña mala! ¡De paso limpiaré mi cuarto y salvaré este mundo!


—Me parece bien tu determinación—dijo el juez—, esa será tu pena, pero le agregaré una condición más. Durante el trayecto, deberás utilizar a tus viejos juguetes. De esa manera resarcirás a las víctimas, ¿estás bien con eso?


—Sí señor… señoría.


—De esta forma se cierra la sesión—Y dio un último golpe con su mazo.


Pablito emprendió su viaje en busca de la Araña Negra de Patas Verdes, la que con anterioridad utilizaba para asustar a sus primas y a su abuelita.


Sin embargo, no todo resultó tan fácil como lo esperaba.


Debió combatir todo un ejército de ropa desdoblada junto con su compañero el Mamut y el Elefante, quienes con gran esfuerzo lograron que la ropa quedara doblada y apilada encima de la cama. Después ordenó sus libros con ayuda del Mago X. Derrotó al sabio de las matemáticas con el apoyo de Roboto y demostró sus habilidades en el inglés en compañía de los guerreros musculosos.


Esto último le permitió descifrar el código secreto para guardar la serie de fichas y dados en su caja. Tuvo además que ganar junto con Pepe, el payaso bailarín, la carrera de zapatos y reunir con ayuda del mono trepador las treinta y tres canicas dispersas por el cuarto. Como agradecimiento, estas llevaron a los juguetes más pequeños hasta su cajón. Sin embargo, su misión no terminó ahí. Tuvo además que navegar en su fragata por el mar de plastilina, rescatar las fichas de rompecabezas en alianza con Pegajoso y volar con el señor Gaviota por los sitios más altos limpiando el polvo y sacudiendo y arreglando los juguetes del mostrador. Por último y con la ayuda de Pinky Por, terminó de regresar los juguetes que faltaban a su baúl.


—Bien hecho—le dijo la Oruga desde su mesa—, solo queda un lugar más por limpiar...


—Debajo de mi cama—completó Pablito.


—¡No!—se exasperó el puerquito—Yo no quiero volver a ese lugar, es tan oscuro y desolado…


—Descuida Pinky Por, ya me has ayudado bastante, iré yo solo.


—¡Alto!—Lo detuvo el señor Oruga—. Pídele al dinosaurio Amarillo, el que brilla en la oscuridad, que te acompañe.


—¿El diplodocus?


—Sí


Y tal y como lo sugirió la Oruga, Pablito ingresó debajo de la cama junto con el diplodocus.


El sitio estaba lleno de polvo, pelusas y por supuesto muchas telarañas. Pablito se abrió paso a través de ellas gracias al espray limpiador que había tomado prestado de la cocina.


—¿Pero mira quien se dignó a venir?—dijo la Araña Negra de Patas Verdes, asomando sus brillantes ojos en la oscuridad —. No me esperaba mejor visita.


Agregó rodeándole el cuello.


—Vengo a disculparme contigo por haberte abandonado—dijo el niño lleno de valor.


A esas alturas no le tenía miedo a una araña.


—Después de todo este tiempo, ¿por fin me pides perdón? ¿Cómo confiar en ti?—sostenía la araña mostrando sus colmillos.


—Lo siento de verdad arañita, pero también vengo por mis amigos. ¡Regrésame a Ralph y a los demás!


—¡Nunca!—gritó el arácnido—¡Tus juguetes nuevos nos han reemplazado! ¡Siempre es así! ¡Por eso jamás los dejaré libres!


—Ellos no tienen la culpa. La culpa la tengo yo. Yo no debí abandonarlos. Soy su dueño y debí jugar con ellos, ahora lo entiendo. Mi mamá dice que hay niños que no tienen juguetes y yo quiero hacerlos a ustedes los héroes de esos niños.


—¡Mentira!


—¡Es verdad! Yo he cambiado, pero tú, tú sí que eres una araña mala y como tu dueño debo castigarte.


Y apenas terminó la oración, se lanzó sobre él.


El diplodocus aprovechó la oportunidad para liberar a Ralph y a todos los demás compañeros, quienes se abalanzaron sobre la araña y lograron retenerla.


—Gracias Pablito—le dijeron todos.


Y entre abrazos y apretones se despidió de ellos.


—Bien hecho, señor Pablito—le dijo el señor Babotas extendiéndole su única mano.


—Gracias su señoría—contestó el niño.


—Oh no, puedes llamarme señor Babotas o solo Babotas.—sonrió el León.


—Eres un buen dueño después de todo—señaló la Oruga.


Su misión había acabado, su pena estaba cumplida y su cuarto estaba limpio.


De ahí en adelante, Pablito cumpliría con todas sus promesas. Convertiría a sus juguetes en los héroes de otros niños.


—¿Terminaste?—le preguntó su mamá al verlo descender por las escaleras.


—Sí señora—respondió él con la cabeza en alto.


—¡Te felicito!—le sonrió—. Ya casi está el almuerzo, ¿quieres ayudarme con el jugo?


—¡Mamá!—exclamó el pequeño—. Acabo de rescatar a mis juguetes, encontrar a los que estaban perdidos, ganar varias competencias y atravesar toda clase de terrenos peligrosos mientras limpiaba mi cuarto. Además, luché contra una feroz araña que envié directo a la caneca de donaciones. Salvar a tanta gente me dejó tan agotado, que solo un postre de moras podría animarme.


Su madre soltó una leve risa.


—Está bien, lo prepararé más tarde.


Y le dio un beso a su pequeño héroe.


 


  

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