Era un día perfecto, solo necesitabas asomarte a la
ventana para saberlo, sentir la suave brisa y escuchar los pericos murmurar las
picardías cometidas el día anterior.
Natalia cumplía nueve años ese día y el mundo lo
sentía. No podía esperar menos que una lluvia de dulces y regalos, sin
mencionar la deliciosa torta de coco que prepararía su mamá.
Humm, se le hacía agua la boca mientras bajaba a
recibir el desayuno.
El abrazo que recibió de sus padres estuvo bien, pero,
¡la Barbie bailarina de ballet no se quedó atrás!
Cuando tuvo la pancita llena y el corazón aún más lleno,
salió al colegio; la segunda entrega de regalos la esperaba.
En efecto, la recibieron con una fiesta sorpresa. Habían
decorado el tablero con marcadores y pegado bombas por todos los rincones del
salón.
Cuando regresó a casa se sintió satisfecha y antes de
alistarse para la siguiente fiesta se acomodó en el amplio sofá junto con todos
sus regalos.
Al poco rato la
llamó su madre.
—Ve a alistarte—le ordenó.
—Voy mamá—respondió Natalia con un bostezo.
Los invitados, que fueron llegando poco a poco y un poco tarde, se reunieron alrededor de la mesa y entonaron a un solo ritmo la canción de cumpleaños:
—¡7…8…9!—gritaron al fin y Natalia sopló la vela.
El público la llenó de ovaciones, pero el brillo del
cuchillo los hizo guardar silencio, era la hora de partir el pastel.
La mamá se apresuró y Natalia la siguió con la mirada,
pero antes de cortar el primer trozo, alguien gritó:
—¡Alto!—decía—¡baja ese cuchillo!
Todos se miraron consternados, ¿de dónde provenía la
voz?
Y de pronto, una carcajada.
¡No era más que una broma! Creyeron y todos se echaron
a reír.
La mamá de Natalia no prestó atención y realizó un
segundo intento.
—¡No!—se oyó de nuevo—. No me agradan los cuchillos.
—Ya estuvo buena la broma—gruñó una tía—, ya no es
gracioso.
—¡No es ninguna broma!—continuó la voz.
La madre pegó un grito y soltó el cuchillo. La voz
provenía del pastel.
Natalia también se sorprendió, pero se repuso más
pronto que los demás.
—Cállate—le dijo al pastel—, tu deber es dejar que te
comamos.
—¡Claro que no!—gimió éste—. No dejaré que eso pase. A
nadie le gusta que lo atraviesen con un cuchillo y a mí tampoco.
—Los pasteles son para comerse—insistió la niña.
—Pues este no.—y saltó de la mesa.
El público, que hace unos momentos la aplaudía, ahora
daba paso al postre.
Natalia arrugó las cejas como nunca y comenzó a
seguirle.
Cuando su madre reaccionó, ya era demasiado tarde. La
niña y el pastel habían atravesado la calle.
La gente estaba atónita al verlos y reaccionaba de
distintas maneras: unos se santiguaban, otros daban brincos y otros simplemente
se reían.
Algunos vagabundos y perros hambrientos no lo pensaron
demasiado y se unieron a la marcha.
—No hemos comido en días—decían mientras se frotaban
la panza.
—¡No!—gritaba Natalia—¡Es mi pastel de cumpleaños!
Pero nadie le prestaba atención.
Luego de un rato, pasaron por una panadería que pertenecía a un hombre al borde de la ruina.
Cómo le gustaba mirar a través del escaparate para
recordar los viejos tiempos en los que sus pasteles se vendían por montones.
Ahora apenas reconocía el lugar.
Mientras seguía soñando con tiempos mejores, vislumbró
un pastel correlón por las calles, seguido por dos perros, dos vagabundos y una
niña.
—Es mi oportunidad—exclamó y dejó el negocio en manos
de su esposa.
Más adelante se les unió también un director de cine,
inspirado por el gran potencial del pastel.
—¡Esto es arte!—exclamó al unirse a la marcha.
Todos formaban un extraño y divertido desfile.
Mientras tanto, la estación de policía se llenó de numerosas quejas. Los
teléfonos no paraban de sonar anunciando a un supuesto pastel fugitivo, seguido
por una tropa de ociosos.
Al principio, los oficiales se lo tomaron con gracia,
pero luego de varias llamadas, la broma se les hizo bastante irritante y al fin
decidieron investigar.
Qué sorpresa se llevaron al comprobar que el incidente
era cierto y rápidamente pusieron manos a la obra. Concibieron un plan y
rodearon al pastel, que cayó entero sobre la acera, derramando apenas una pizca
de su glaseado.
Por supuesto que el accidente no fue desaprovechado
por los perseguidores, pues todos, a excepción de Natalia, tomaron un trozo del
jugoso cuerpo.
La cumpleañera quedó sola y sin nada más que hacer se sentó en un rincón a llorar.
—Mami—sollozaba—, quiero estar en casa. Seré una niña
buena. Por favor, el único regalo que quiero es estar contigo.
Sus lágrimas se volvieron gigantes, pero ella no lo
notó y por el contrario, siguió llorando hasta que un torrente de lágrimas la
cubrió por completo.
—Natalia, Natalia—escuchó, era la voz de su mamá—.
Pronto llegarán los invitados, ponte tu traje nuevo.
Natalia abrió los ojos y se encontró en la sala de su
casa.
Se tocó la cara y aun sintió la humedad en sus mejillas. Miró hacia la mesa. El ponqué seguía sobre ella, silencioso y listo para ser cortado.