El pasado viernes 10 de octubre salí de paseo con mi
familia. Nos dirigimos a Bucaramanga, la capital del Santander en Colombia.
Cuando ya habíamos recorrido gran parte del camino sin
ninguna complicación, nos detuvimos en uno de los pueblos para comer algo, pues
ya era de noche. Mi papá se adelantó y trató de conseguirnos un hotel para
descansar. Mientras, esperé en el auto con mi mamá y mi hermano. Al regresar, mencionó
algo de que no había hoteles disponibles, pero sí un hostal a veinte minutos de
camino.
Durante su búsqueda cayó un fuerte aguacero. Mi
hermano y mi mamá estaban preocupados y limpiaban las ventanas con rapidez. Yo
estaba más tranquila y utilicé la ventana para dibujar, cuando vi a un señor refugiar
a unos perros de la lluvia.
—Allí hay alguien—mencioné y señalé el lugar.
Luego de casi treinta minutos de búsqueda por fin
habíamos encontrado el dichoso hostal. Se llamaba “Perdue” que quiere decir “perdido” en francés, un nombre perfecto
para él.
Nos atendió una pareja de ancianos, nos ofrecieron un
cómodo asiento y chocolate caliente con queso. Nos contaron que el hostal era
lo único que tenían y que de él dependían todas sus ganancias, junto con
postres caseros que la señora preparaba para vender por carretera.
—Abuela, ¡abuela!—se escuchó de pronto desde el fondo.
Y la anciana fue a atender.
Se lamentó al regresar y nos contó que era su nieta,
quien vivía con ellos y se encontraba algo agripada.
—Descuide—dijo mi padre poniendo la taza vacía sobre
la mesa y escarbando el queso.
Después de la merienda, tomaron unas llaves y nos
guiaron a uno de los cuartos. Mis papás compartieron una cama y yo otra con mi
hermano. Hacía mucho frío, pero las cobijas me calentaban bien y me quedé
dormida.
El reloj marcaba las 2:10 am cuando me desperté. El
chocolate me había hecho efecto y me dirigí al baño. Salí al corredor y no
tardé mucho en encontrarlo.
Al salir, cerré la puerta y tropecé con un tapete.
Como ya estaba despierta, decidí caminar un rato y recorrer el lugar. Mis pasos
me llevaron hasta la última habitación del hostal. La puerta estaba cerrada,
pero por debajo de ella se veía una tenue luz.
—Tal vez es la habitación de los dueños—pensé.
Entonces escuché risas, tuve miedo y me aparté, pero
la puerta se abrió y detrás de ella había una niña vestida en pijama.
—Hola—me dijo—, ¿cómo te llamas?
—Karen—respondí.
—Yo soy Lucy.
Me extendió la mano y luego me invitó a pasar. Entré y
cerró la puerta tras de mí.
Se trataba de un cuarto bastante grande, con las
paredes pintadas de color blanco y rosado claro y con anaqueles repletos de
juguetes y muñecas finas que parecían de carne y hueso.
Al lado izquierdo se ubicaba una estantería llena de todo
tipo de libros. Al lado derecho vi una enorme casita para muñecas junto a una
mesita de té. Mientras que en las paredes colgaban cuadros, relojes y espejos. A
un rincón de la habitación había una montaña de peluches, de la que llamó especialmente
mi atención un oso gigante que tenía como reemplazo de su ojo derecho un botón
y cuya boca había sido cosida al revés, luciendo siempre triste.
Aquel cuarto maravilloso escondido en un rincón de un
hostal, era la habitación que cualquier niña deseaba tener.
—Este es mi cuarto de juegos—me dijo Lucy deteniendo
mis pensamientos.
Luego me dio un paseo por él, era realmente grande. Al
final me presentó al oso que tanto me llamaba la atención.
—De todos, este es mi preferido—comentó—. Me lo ha
comprado mi papá y me gusta, aunque debieron hacer algunos arreglos…
—Su boca—interrumpí.
Ella negó con la cabeza.
—No—dijo—, ya venía así.
—Hum, entiendo—vociferé estirando mis brazos al techo—,
te refieres a su ojo.
—Sí, así es. Él es mi única compañía, casi siempre
estoy sola, así que, ¿no te quedarías a jugar conmigo?
—Bueno…—medité—. Como solo nos quedaremos esta noche,
y dudo que regresemos, jugaré contigo.
Al fin de cuentas solo me quedaría un rato.
Me divertí mucho esa noche. Terminábamos con la casita
de muñecas e íbamos a leer. Luego corriamos por la habitación y jugábamos con
aros y pelotas. La pasé tan bien, que terminé olvidándome de lo demás; de mis
padres, del viaje o del hostal. Hasta que de nuevo tropecé con un tapete.
Había permanecido en el cuarto unas tres horas
aproximadamente y tuve miedo de que amaneciera y mis padres no me encontraran.
—Lo siento—le dije a Lucy—. Fue un placer estar
contigo, pero ya me tengo que ir.
Ella también me dio las gracias y se lamentó por mi
partida.
Antes de irme, le dije que me alegraba que se sintiera
mejor de su gripa, y regresé a la cama.
Al día siguiente, le conté la fabulosa historia a mi
hermano y lo llevé hasta la puerta. Sin embargo, esa mañana el mismo cuarto estaba
cerrado con llave.
Llamé suavemente a la puerta, cuando apareció el
hostelero.
—Nadie te abrirá niña, este cuarto permanece siempre cerrado—dijo
sonriendo—, pero ¿les gustaría verlo?
Mi hermano y yo confirmamos con la cabeza.
Cuando el anciano abrió la puerta, no podía creer lo
que veía. Era un cuarto viejo, grande, lleno de cajas y estanterías vacías. Nada
parecido a lo que había visto anoche.
—Este era el cuarto de mi hija—nos comentó—. Murió
hace mucho tiempo…
Y se quedó viendo al vacío.
¿Acaso todo había sido un sueño?, ¿tal vez un producto
del golpe de ayer?
El caso es que cuando partimos esa mañana, los
ancianos salieron a despedirse desde la entrada. Los acompañaba una niñita de
cabellos negros y aún en pijama, quien agarraba un gran oso de peluche entre
sus manos. La observé bien, ella no era Lucy, pero ese oso sí que era el mismo de
ayer. Lo reconocí de inmediato por su ojo de botón y su boca cosida al revés. Solo
que esta vez llevaba una cinta roja sobre el cuello.