Era primer viernes del mes de junio en la iglesia de
San Felipe cuando el reloj marcó las seis y una carita se asomó por el altar.
No todos presenciaron el suceso, aunque había alrededor de unas veinte
personas.
Pronto la carita volvió a asomarse. Luego un brazo, el
otro brazo, una pierna y la otra. Era el niño Dios quien se había soltado de
los brazos de su madre para poder jugar. Ella lo vigilaba con atención desde el
campanario de la iglesia, mientras en su terso rostro se dibujaba una sonrisa.
Seguidamente, el niño dio un paseo por todo el templo. Bailó y cantó con las
canciones del coro parroquial y cuando ya estaba muy cansado decidió tomar una
siesta en uno de los tantos corazones que allí se encontraban.
Como primera opción optó por el de un señor de mediana
edad. Un hombre alto, moreno y bastante serio. Le pareció bien y en él se
acomodó, pero luego sintió frío, y sin encontrar algo de calor, dejó en él una
rosa blanca y salió de inmediato. La flor floreció, pero debido al helaje se
congeló y al caer se destrozó completamente.
El segundo que visitó fue el de una señorita, quien,
al comienzo de la misa, parecía agitada y alegre, pero al entrar notó que había
poca visibilidad y dentro soplaba una brisa fría. Dejó de nuevo una
rosa blanca y se marchó. Esta nunca floreció, a falta de luz se quedó pequeña.
Al salir se dio cuenta de que la señorita se había quedado dormida. Indignado,
hizo un gesto de disgusto y siguió buscando.
Así continuó de corazón en corazón, esperando hallar
uno adecuado para reposar. En cada corazón que iba visitando dejaba una rosa
blanca como recuerdo de su madre y con la esperanza de que floreciera algún
día.
Ya triste y cansado de buscar, hizo una última parada,
y vaya que tuvo suerte esta vez, qué corazón tan cálido había encontrado. Le
pertenecía a un niño que escuchaba con atención las palabras del sacerdote.
Allí el niño Jesús se sintió tan a gusto que se quedó dormido.
Al terminar la misa se despertó, dejó una rosa blanca
y se despidió. Luego volvió a los brazos de su madre y juntos volvieron al
reino de los cielos.
Aquella rosa blanca fue creciendo. Su belleza fue tal,
que fue admirada tanto en el cielo como en la tierra.