Cintia salió de su casa determinada a no volver, aunque sin saber bien
hacia dónde dirigirse. Caminó largo rato, tanto, que las piernas le ardían.
Cada tanto procuraba bajarse el vestido, pues era demasiado corto para ella. Lo
odiaba, pero no tenía más ropa que aquella. El único vestido bonito, ese que
había recibido de su madrina, ya no le entraba. Cada vez que pensaba en ese
vestido se sentía mal por no haberlo usado tantas veces como hubiera
querido, pero lo cierto es que su mamá solía quejarse cuando se lo veía
puesto, pues le decía que era demasiado lindo para usarlo durante sus juegos.
Mientras caminaba procuraba arreglarse también el peinado. Su cabello
claro chillaba con su tono de piel trigueña y era tan liso como el de una
asiática.
Se restregó los mocos, calmó sus lágrimas y se volvió a bajar el
vestido. Caminó lejos de casa sin saber a donde iría a parar.
Era nochebuena y las calles estaban atiborradas de gente. La situación
económica del país le impedía a la mayoría comprar regalos con antelación, por
lo que se hacían largas filas en los taiwanes y los andenes se llenaba al tope
por vendedores ambulantes.
Cintia vendía papel regalo con su mamá, ofrecían tres por mil. Mas
aquella tarde no habían salido a vender. Por estar jugando no llegó a tiempo a
cubrir el puesto y al llegar alguien se les había adelantado. No tuvo más
remedio que regresarse sola con la carretilla, perdiendo algunos papeles en el
camino y cuando llegó a casa su mamá la había buscado ya por todo el centro.
Se ganó una paliza. El cable del ventilador atravesó sus piernas una,
dos y hasta cuatro veces. No lloró, pero sí se manchó su ropa interior.
Mientras lavaba el único par que le quedaba, se le ocurrió una idea. De una vez
por todas se iría de la casa.
Caminó largo rato sin rumbo fijo, pero sin apartarse de la gente. Les
tenía especial miedo a los hombres, pues los había visto varias veces golpear a
su madre y no quería pasar por lo mismo.
Mientras caminaba se hizo la noche y de paso en paso llegó a un barrio
acomodado, donde las casas eran grandes, blancas y de ventanas perfectas. Lo
cierto es que había seguido las luces de navidad, que parecían no tener fin en
aquel lugar.
Apreció los jardines, los juegos
infantiles y sobre todo los adornos navideños. Se quedó embelesada al ver un
enorme pino, un pino real, decorado con luces y con esferas de aluminio.
―¿Y tendrán buñuelos?―escuchó de pronto.
Eran un grupo de niños que pasaron cerca de ella.
Quien preguntaba era el mayor de todos y seguía al resto desde su
bicicleta.
―Son algo tacaños―le respondió otro de los niños―, a veces dan un pedazo de natilla y galletas, a
veces solo pastel, pero el pesebre es enorme, es más grande que mi casa y vale
la pena ir solo para verlo.
Las voces se fueron apagando y Cintia los vio alejarse con alivio.
Pensaba en la casa, en los buñuelos, en la natilla, pero especialmente en el
pesebre. En su casa vestían uno pequeño y las figuritas ya estaban desgastadas.
A duras penas si se podía distinguir a María de José por la mantilla blanca en
la cabeza.
Volvió su vista al grupo y los observó bien. Sus edades rondaban entre
los cinco y los doce y por sus vestimentas supo que no serían de aquel barrio.
Apretó el estómago, dejó que el hambre hablara y lo siguió de lejos.
Pronto comenzó a escuchar música. Los peces en el río estaban bebiendo
por ver a Dios nacer. La tarareó, no se sabía bien la letra, pero era de sus
favoritas.
La música venía de una casa blanca, de techo alto y con un jardín
interno porticado. En él había una pequeña fuente adornada con piedras y en el
fondo un enorme árbol de navidad.
Entró con los demás y fueron guiados hasta uno de los cuartos. Había allí, en efecto, un pesebre más grande que una habitación corriente. Estaba dividido en secciones. Los reyes magos se movían por el desierto, la campesina de la colina alimentaba a las gallinas, los pescadores atrapaban peces con su atarraya y cada uno lo hacía en sus diferentes palenques.
El pequeño río caía hasta un jardín secreto, mientras la mujer, en la
casa, preparaba la colada y servía los tamales. Un piso más arriba, el pastor
le enseñaba a su hijo como arriar las ovejas. En el pueblo los niños cantaban
villancicos y el panadero horneaba sus panes. Hacia la cima las casas se
cubrían con una fina capa de nieve. Y entre todos ellos, en la punta más alta
de la pendiente, había una gruta, allí reposaba el niño Jesús y a su lado,
María y José.
Las voces se fueron apagando y Cintia los vio alejarse con alivio.
Pensaba en la casa, en los buñuelos, en la natilla, pero especialmente en el
pesebre. En su casa vestían uno pequeño y las figuritas ya estaban gastadas. A duras
penas si se podía distinguir a María de José por la mantilla blanca en la
cabeza.
Volvió su vista al grupo y los observó bien. Sus edades rondaban entre
los cinco y los doce y por sus vestimentas supo que no serían de aquel barrio.
Apretó el estómago, dejó que el hambre hablara y lo siguió de lejos.
Pronto comenzó a escuchar música. Los peces en el río estaban bebiendo
por ver a Dios nacer. La tarareó, no se sabía bien la letra, pero era de sus
favoritas.
La música venía de una casa blanca, de techo alto y con un jardín
interno porticado. En él había una pequeña fuente adornada con piedras y en el
fondo un enorme árbol de navidad.
Entró con los demás y fueron guiados
hasta una de los cuartos. Había allí, en efecto, un pesebre más grande que una
habitación corriente. Estaba dividido en secciones. Los reyes magos se movían
por el desierto, la campesina de la colina alimentaba a las gallinas, los
pescadores atrapaban peces con su atarraya y cada uno lo hacía en sus
diferentes palenques.
El pequeño río caía hasta un jardín secreto, mientras la mujer, en la
casa, preparaba la colada y servía los tamales. Un piso más arriba, el pastor
le enseñaba a su hijo como arriar las ovejas. En el pueblo los niños cantaban
villancicos y el panadero horneaba sus panes. Hacía la cima las casas se
cubrían con una fina capa de nieve. Y entre todos ellos, en la punta más alta
de la pendiente, había una gruta, allí reposaba el niño Jesús y a su lado,
María y José.
―Aquí, aquí―sintió un fuerte agarrón en el hombro―. Siéntese ahí, no tan
cerca del pesebre.
Le había dicho una mujer de manos largas y arrugadas.
Los niños que acaban de entrar con ella se sentaron a un costado del
pesebre, no se les estaba permitido acercarse más de eso. Cintia ocupó de los
últimos puestos y como el niño de la bicicleta estaba por delante de ella no
pudo ver bien el pesebre.
Pero ellos no eran los únicos niños de la habitación. Aunque en menor
número, otro grupo se acomodaba alrededor del pesebre y por sus ropas podía
adivinarse que eran familiares de la casera.
La mujer de las largas manos repartió maracas y panderetas. Y mientras a
ellos les correspondió lo mejor, nada quedó para Cintia, ni para el niño
sentado a su lado.
De pronto, les llegó un olor muy conocido, eran los tan anhelados
buñuelos, la empleada de servicio acababa de dejar un plato lleno de estos
manjares sobre la mesa y a los niños se les hizo agua la boca, pero la dueña
declaró que comerían luego del rezo.
De inmediato inició la novena, uno de los niños del otro grupo se puso
en pie y leyó la oración para todos los días. Su tono de voz fue claro y
mantuvo un buen ritmo durante toda la lectura. Cuando terminó, los demás no
dijeron ni una palabra, estaban asombrados, el niño no había cometido ni un
solo error.
La siguiente en leer fue una de las niñas del grupo de Cintia. Leyó la
oración a la Virgen realizando mal las pausas y repitiendo palabras. Le siguió
un muchacho gordo y de gafas, el nieto de la casera. No había podido aguantarse
y se había guardado un buñuelo. Procuró darle un mordisco antes de la lectura y
repitió la oración a san José con las mejillas llenas. Y si bien su madre lo
miró histérica, se apuró a limpiarle la cara y la camisa.
Siguieron los gozos y todos se rotaron el turno. El de la bicicleta leyó
algunos pasajes y fue aquel que más alto cantó. Su compañero de al lado también
leyó, mientras otro le prestaba una de sus maracas.
Llegaron los villancicos y los niños cantaron a todo pulmón Tutaina y Mi
burrito sabanero. Cintia también cantó, pero su voz se mezcló con la de los
demás. Así y mientras cantaba se olvidó de todo, de su mamá, de que tenía
hambre y hasta de dónde estaba.
Después de devolver los instrumentos a la caja, dos mujeres, por lados opuestos,
repartieron los buñuelos y un trozo de natilla tan diminuto como la tapa de un
esmalte. Algunos niños tuvieron la suerte de repetir, pero nadie se quedó sin
bocado. Comieron en silencio y al final se recogieron los platos. La mujer de
las manos largas despidió al grupo de niños que había entrado con Cintia.
Cuando esta recordó que tenía que regresar a casa, se entristeció y quiso
quedarse más tiempo contemplando el pesebre.
De repente, un repentino grito los distrajo a todos. El niño gordo de
antes había dejado caer la bandeja con los restos de comida, pues se había
cortado los dedos de la mano con el borde. Los demás niños salieron de la casa
entre risas, mientras el niño se revolcaba en el suelo dramatizando su dolor.
Mientras su madre lo atendía y lanzaba exclamaciones, Cintia aprovechó la
oportunidad para esconderse debajo del pesebre.
El ruido entonces comenzó a sentirse
ajeno, muy ajeno. Las voces poco a poco se fueron apagando y cuando menos lo
esperó, la pequeña niña se durmió.
Se despertó a las pocas horas por el ruido de la gente. Al parecer se
habían reunido los miembros de la casa a pasar el rato. Entre las voces
reconoció la de la casera, la mujer de manos largas, al niño que leyó de
maravilla y al gordito. Pero también oyó nuevas voces. La más pequeña de todas
tenía solo cuatro años y era la hermana menor de aquel que había leído tan
bien. Durante la novena se la había pasado durmiendo y ahora que estaba
despierta andaba de mal genio. Era muy apegada a su hermano y su carácter podía
llegar a ser especialmente odioso con los extraños. Cuando Cintia se despertó,
la escuchó rechazar con extrema honestidad el regalo de su abuela, un kit de
accesorios para el cabello.
―No me gustan, Abuelita―decía la niña―, son feos, no me gustan, no los quiero.
―No son feos mamita―decía la abuelita―, póngaselos y verá.
Pero la niña siguió insistiendo, tomó la caja del regalo y fue a dejarla
sobre la cocina con la mala suerte de resbalarse y caer.
Se quedó en el suelo lloriqueando, hasta que su prima, cinco años mayor,
se ofreció a ayudarla, pero la pequeña la rechazó con furia y solo permitió que
su hermano la ayudase.
Otra de las voces pertenecía a un niño larguirucho y algo enfermizo,
primo de los anteriores y nieto de la mujer de las manos largas. Sus padres se
habían divorciado y su vida diaria se repartía entre su abuela y su mamá. Sin
embargo, era en extremo sobreprotegido y se le tenía enteramente prohibido
hacer uso de sus facultades infantiles. Durante todo el rato que estuvo
jugando, no le fue permitido correr, saltar ni ir a la cocina.
―¡No se vaya para allá, Miguel, que se quema!―gritaba su mamá―. ¡No
corra, Miguel, que se cae! ¡No salte así, Miguel, que se va pegar!
Y cuando se caía, se pegaba o se lastimaba, chillaba con una voz tan
estridente que Cintia, desde su escondite, debía taparse las orejas.
Finalmente, cuando sus esfuerzos lograron que se quedara quieto, uno de
sus tíos comenzó a molestarlo.
―¡Hey, Miguel!―le dijo―¿Verdad que mi hija es linda?
Se refería a la mayor de las niñas, aquella que había auxiliado a la
menor.
―¿No te gustaría salir con ella?─siguió en tono de broma el tío.
La niña se reía, pero Miguel se ofendió:
―¡No!, ¡ella es fea!, ¡no quiero salir con ella!
Y rompió a llorar.
Ahí estaban de nuevo su mamá y su abuelita intentando calmarlo.
Cintia se iba quedando dormida de nuevo, cuando de pronto escuchó un
reproche. El niño gordito se había escabullido y había destapado uno de los
regalos. Pero lo peor del asunto, era que el regalo que había abierto no era
para él, sino para su primo mayor.
―¡Ese es mi regalo!―gritó el niño de la perfecta lectura.
―Adrián, no tenías que abrir el regalo de tu primo―lo reprendió la
casera.
―¡Es que no sabía que era de él!―gimió Adrián.
―Ahí decía que era para mí―justificó su primo, pero ya nadie lo
escuchaba.
Así pasaba el veinticuatro aquella acomodada familia a quien Cintia
escuchaba desde su escondite. Nadie sospechaba de su visita, ya que lejos de la
mente de todos estaba aquel último aguinaldo. Y como nuestra pequeña se volvió
a dormir, no llegó a enterarse de que la familia se despidió temprano, mandando
a dormir a todos los niños con cada uno de sus regalos, hasta el que había sido
destapado por error.
Volvió a despertarse una hora después, cuando ya el salón estaba oscuro.
No serían ni las diez y quizás fuese Santa Claus quien hiciese tanto ruido,
creyó entre risas. Levantó levemente el papel de pesebre que la cubría y por la
ranura vio al gato de la casa atacar al frondoso árbol de navidad. En
definitiva, no era un santo, pero la conmovió tanto que dejó escapar una
risita.
Tan pronto el gato la vio, pegó un brinco y fue a dar al patio de los
vecinos. Cintia volvió a dormir y soñó que aquel felino de rayas blancas y pelo
mono se acostaba en su pancita y le hacía cosquillas.
Cerca de las once se volvió a
despertar. El ruido esta vez no vino del árbol, sino de un lugar más próximo.
Alguien caminaba por toda la sala, como si estuviese indeciso. Cintia asomó un
ojo por debajo del papel y se topó con dos piernas. De inmediato, se paralizó
del miedo, pero cuando se dio cuenta de que nadie había notado su presencia, se
atrevió a mirar más arriba y vio al mayor de los niños de rodillas al pesebre y
con las manos juntas.
Lo escuchó con atención, más por curiosidad, que por mala intensión.
Ángel, como se llamaba, rezó un padrenuestro y luego pidió por su familia, en
especialmente por su hermana y porque esta fuera más amable.
Cuando terminó el rezo Cintia se durmió de nuevo. Lo que ella no sabía y
nadie más llegó a enterarse después, era de que Ángel sabía de su escondite
desde un comienzo y para comprobarlo levantó el papel y la encontró durmiendo.
No la despertó, pero puso a su lado un cojín de la sala.
Hacía la medianoche un cuarto ruido volvió a despertar a la niña. Esta
vez, espero pacientemente y escuchó con atención antes de echar un vistazo.
Se escuchaba un bullicio constante, pero ajeno, como si ocurriese en la
pantalla de un televisor y no en la vida real. Finalmente, se animó a salir de
su paradero y aprovechó la oportunidad para estirar sus miembros, entumecidos
desde la novena. Allí, frente a ella, el pesebre que poco había podido admirar,
se veía tan colorido como si estuviese lleno de vida.
Se dejó atraer por el juego de luces
titilantes y por un momento se imaginó caminando por aquellas praderas tan bien
representadas, jugando en los molinos y bañándose en aquellas cascadas de agua
cristalina.
De pronto, las luces cegaron sus ojos y no pudo evitar estrujárselos por
la fuerza del estupor. Cuando despertó, se encontró sentada sobre aquella silla
de madera falsa que había visto hacía un instante y por un momento no lo
comprendió, luego miró hacia atrás y vio como aquella sala en la que se había
dormido había crecido de tamaño. Le parecía imposible que la cocina y el
comedor fuesen tan grandes y que de pronto ella fuese tan diminuta.
―¿Podrías ayudarme a servir los tamales, Cintia?.
Le dijo una mujer, que reconoció como una de las habitantes del pesebre,
mientras le sirvía un poco de chocolate caliente con queso. Cintia se quedó
atónita, pero pronto entendió que le hablaban a ella, entonces dejó la mesa y
se aproximó a la cocina.
―¿Cuántos tamales tengo que servir?―preguntó.
―Siempre servimos los mismos. Hay seis puestos en la mesa, entonces
sirve seis.
Cintia hizo lo que le pidió. Sirvió los platos, puso los tamales y
también los chocolates.
Pronto compartió la mesa con otros cuatro. Un hombre mayor, al que se
imaginó como el esposo de la cocinera, dos niñas y un pequeñín.
La charla giró alrededor de la comida casera, de lo hermosa que era la
época de navidad y estar en familia.
Una de las niñas relató su encuentro con un grupo de patitos. La mayor
habló sobre cómo había ayudado a su padre a cargar los bultos de café y el más
pequeño contó sobre cómo había ayudado a su abuelo a preparar el pan.
La charla entonces se detuvo en Cintia.
―Yo estuve...
―Escondida bajo del pesebre, ¿no?
Cintia se sorprendió ante la respuesta.
―Lo sabemos―dijo la menor―, huiste de casa.
Los ojos de Cintia se llenaron de lágrimas.
―Ustedes…
―No te preocupes por nosotros―sonrió el padre―, siempre hemos sabido lo
que somos.
Un nudo se ató en su garganta, pero fue valiente y dio las gracias.
Pocas veces en su vida se había sentido tan bien atendida.
―Fue un gusto conocerte ―la besó la cocinera.
Pero la niña gimió.
―¡No me quiero ir!―gritó―, no todavía.
―Pero tienes que―sonrió la mujer―, te queda un gran camino por recorrer.
Cintia se despidió de todos y luego el padre la montó en su burrito.
Cabalgaron más allá del molino, cruzaron el río y saludaron a los pescadores
que aún quedaban.
El río centellaba por cientos de colores, como si reflejase una ciudad
lejana. Sobre el agua cristalina veíase patos, morrocoyes y garzas, quienes
inclinaban la cabeza al ver pasar a la niña, como si la estuviesen saludando.
―Tienes que seguir subiendo hasta la cima―dijo el hombre cuando llegaron
al pueblo―. Yo tengo que regresar con mi familia, pero tú aun tienes tiempo de
verlo nacer.
Cintia descendió del burro y se despidió del hombre con amargura, si
fuese por ella, hubiese pasado encantada la noche en aquella casa.
Sin embargo, la tristeza le duró poco, los niños del pueblo la acogieron
con alegría, le dieron sandalias para calzar, ropa y agua. Varios de ellos
hacían referencia a ella como la “forastera” y se congregaban a su alrededor
como si esperasen un sermón en cualquier momento.
«Gracias», era lo único que a Cintia se le ocurría decir mientras se
enjuagaba las lágrimas.
Los niños le dieron un breve paseo por el pueblo. La invitaron a ver al
alfarero, a cantar villancicos y a arriar a las ovejas. Las calles eran
estrechas, las casas de piedra y había allí muchos árboles en floración. Las
personas estaban reunidas fuera de su casa cantando, bebiendo y riendo, sin que
nadie se quedase por fuera de la fiesta.
A Cintia se le ocurrió preguntar por los regalos, pero los niños le
explicaron que aquellos consistían principalmente en ofrendas de comida,
galletas y vino dulce. Y aunque siempre recibían juguete de los adultos, lo más
esperado de todo era cuando la gran estrella de la colina se iluminaba y
anunciaba a todos que había nacido un rey, su salvador. Esa era la principal
razón de que cada noche se encendiera una vela hasta navidad, momento en cual
la apagaban y contemplaban aquel astro en familia.
Cintia quiso saber más sobre eso y les ofreció su compañía hasta el
amanecer, pero los niños se negaron.
―Aunque queramos, no podemos―le aseguraron―. Tienes que seguir tu
camino.
La niña ya se había resignado a que así tenía que ser y al final se
despidió de sus amigos y siguió subiendo por la colina.
Pronto comenzó a sentir frío y una helada ventisca le obstruyó la visibilidad. Como solo llevaba prendas ligeras, le fue difícil caminar y hasta sostenerse en pie. Dudaba de ir en la dirección correcta, pues no lograba ver ya luces, ni cielo, ni personas. Cuando comenzaba a arrepentirse de haber dejado el pueblo, una extraña carreta cruzó por su camino. Era en realidad un trineo, pero Cintia no lo sabía, pues nunca había visto la nieve y mucho menos un trineo. El carro estaba empujado por cuatro macizos renos de esbelto pelaje.
El cochero se detuvo y un pasajero se bajó de él. Cintia no pudo
distinguir más que sus negras botas. Aquel hombre le tendió la mano, y la guio
hasta el amueblado y caliente asiento interno. La niña no pudo enterarse de
más, porque cayó rendida del sueño. Cuando despertó se encontró en lo alto de
la colina, en una cabaña revestida de alfombras y decoración navideña. Vio en
ella todo aquello que se ve en las casas que mostraban por televisión, chimenea
de ladrillos, marcos de madera y un enorme pero bien revestido árbol de navidad
en mitad de la sala.
Descubrió la cobija que la arropaba y se levantó del sofá para recorrer
con más detalle cada rincón, pero afuera algo captó su atención, era la nieve.
Aquella población era la que había visto antes, desde la planicie. El
vecindario estaba formado por apenas unas cuantas casas, además de una
chocolatería, una relojería y una juguetería. La ciudad estaba rodeada por
largos pinos cubiertos hasta el tope por la nieve y en el centro de ella había
una pista de patinaje.
La pequeña estaba tan fascinada con lo que veía desde la ventana que se
asustó cuando sintió caer sobre sus hombros un pesado abrigo de color rojo.
Quien se lo ofrecía era la misma persona que la había recogido de la nieve, un
hombre senil, de barba blanca y contextura gruesa a la que Cintia recordaba
haber visto en los comerciales de Coca-cola.
―Cúbrete bien, hace frío afuera―le dijo.
Cintia le dio las gracias, luego señaló hacia la pista de patinaje
apoyando sus deditos sobre el vidrio de la ventana, fue entonces que se dio
cuenta del efecto del empañe, algo que nunca antes había experimentado, porque,
aunque suene raro, Cintia jamás había pisado tierra fría antes.
Sonrió dichosa y empezó a dibujar garabatos.
―Lo siento Cintia, pero queda poco
tiempo.
La niña frunció el entrecejo al escucharlo.
―Eso me han dicho desde que llegué, pero aún no sé por qué―contestó.
El hombre sonrió con ternura, la tomó de la mano y la guio hasta un
armario. Abrió las puertas y de uno de los cajones sacó una caja y se la enseñó
a Cintia.
La caja era de cartón, de unos veinte centímetros de largo y estaba envuelta
por una cinta de color rojo que se cerraba en la cabecera con un bello moño.
―¿Qué hay en ella?―preguntó la niña.
Pero el hombre grande no le contestó, solo le prometió que lo haría en
su debido tiempo.
―Es algo muy importante que tienes que
llevar y no amerita más espera.
Le preguntó, en cambio, si le concedía el honor de acompañarlo. La niña
aceptó, sin entender de que se trataba, y de inmediato se pusieron en camino.
Apenas pusieron un pie a fuera la nieve comenzó a caer de nuevo, pero
era una nieve suave y Cintia no pudo evitar jugar con ella.
Caminaron por la ciudad y recorrieron cada calle, sin olvidarse de
ninguna. Se admiraron con las luces y los adornos tan bien concebidos que
colgaban de las puertas, de las farolas y de las ventanas. No pasó mucho antes
de que empezaran a escuchar cascabeles, violines y una voz cantando: “Venite,
adoramus Dominum!” y aceleraron la marcha.
Aquel hermoso coro los envolvió de gozo.
Llegaron a una capilla de madera, adornada con velas y por las estrellas
del despejado cielo. En su centro, se cubría un pesebre de igual esplendor al
que solo le faltaba el niño para estar completo. Debajo de él estaba el coro,
cantando al unísono, y alrededor de ellos una multitud compuesta por los mismos
vecinos del pueblo.
A su llegada todos se hicieron hacia un lado, formando un sendero hasta
el altar. La música se detuvo y todos posaron su mirada en Cintia. Asustada,
intentó esconderse detrás de su amigo, pero este la animó a continuar.
―Ve―le dijo.
Descargó la caja sobre el suelo, descubrió el moño y sacó un niño Jesús
de cerámica. El niño estaba abrigado por pañales, pero debajo de estos podía
verse un vestido de color cielo y una cadenita de oro sobre su cuello. El
hombre lo tomó en sus brazos, lo arrulló y luego se lo pasó a Cintia. La niña
lo recibió con miedo de dejarlo caer, al igual que si acogiese a un recién
nacido por primera vez. Cuando lo tuvo en sus brazos supo exactamente lo que
tenía que hacer. Caminó hacia el altar, nerviosa y asegurándose de cada uno de sus
pasos. Acunaba al niño con cuidado, como si temiese hacerle daño.
Subió los peldaños que conectaban al pesebre con el resto de la capilla,
se posó a la frente a la Virgen y San José y aun se quedó meditando sobre qué
hacer. En realidad, sabía cuál era el paso siguiente, pero temió dejar aquel
pequeño solo. Fijó su vista en el niño y sintió pena por él. Se preguntó si
aquellos pañales serían suficientes para aguantar el frío. Aunque no nevara ya,
su lisa piel seguiría fría y lo abrazó, creyendo que con eso podía trasmitirle
todo su calor, luego lo acurrucó en la cuna de paja.
Apenas se separó de él sintió ganas de llorar, pero se contuvo.
Entonces, por primera vez en toda la noche pensó en su mamá. ¿Estaría bien?,
¿estaría triste?, ¿la estaría buscando? ¡A veces podía sentir tanto miedo en su
presencia! Se recordaba así misma temblando, ensuciando su ropa interior y
contando las marcas que le quedaban después de una golpiza. Sin embargo, había
noches en que la veía llorar, casi siempre en el baño y durante la noche.
Escuchaba sus quejidos y a su salida le veía cargar un trapo sucio untado de
sangre.
Cintia se había acostumbrado a no llorar, a disimular su dolor y pensó
que su mamá hacía lo mismo. No sabía qué hacer, no sabía cómo ayudarla ni cómo
ayudarse. Volver a casa sería lo correcto, sonreírle a su mamá sería lo
correcto, vender papel de regalo hubiese sido lo correcto, pero, ¿qué era ese
sin sabor que sentía cuando pensaba en ello?
Si otros podían jugar, ¿por qué ella no podía hacerlo? Si otros podían
ir al colegio, ¿por qué ella no podía ir? Si todos se reunían para navidad a
cantar villancicos y comer hasta reventar, ¿por qué ella no podía hacerlo?
Era un sacrificio.
Pasó por su mente, pero lo borró de inmediato. Creyóse demasiado egoísta
e intentó recordar las cosas buenas. Recordó la vez que fueron al parque y
comieron un helado. Salieron con uno de sus papás, aquel que tenía una moto,
los tres juntos se montaron y fueron a dar la vuelta, juntos como una verdadera
familia. Se subió a las atracciones, montó en los carros mecánicos y en el
carrusel. Su mamá reía y aunque no podía recordar el rostro de su papá, estaba
segura de que reía también.
―Hola.
Escuchó muy cerca.
Alguien le hablaba. Salió de pronto de sus cavilaciones y se dio cuenta
de que había bajado todos los peldaños de la escalera.
―Niña, ¿me escuchas?
Escuchó de nuevo.
Delante de ella estaba un niño. Tendría cerca de ocho años y vestía un
saco azul bordado a lana. Cintia sintió su rostro familiar, pero no fue sino
después que lo reconoció como el niño de la novena, uno de los nietos de la
casera, aquel que tan bien había leído y que sin darse cuenta la había visto
esconderse debajo del pesebre.
―Tenemos que irnos o llegaremos tarde―le dijo.
Al ver que la niña no reaccionaba, la agarró de la mano, desnuda y fría
por la ausencia de guantes, y la arrastró consigo.
La multitud los vio marchar y siguieron cantando.
Después de un rato de estar corriendo, escucharon una especie de maúllo,
algo insignificante para el oído de cualquier adulto, mas no para el de un
niño.
―¿Está mal… ?
Era notable que Ángel no entendía la pregunta, pero se volteó a verla.
―¿Estaría mal..?―volvió a decir Cintia.
En realidad, su mente no estaba allí, se había quedado en el recuerdo de
aquella salida antes narrada, en aquel momento de felicidad tan lejano que
había llamado propio durante tanto tiempo. Ahora, intentando recordar sus
detalles, se daba cuenta de lo borroso y extraño que había sido todo. ¿Su mamá
realmente sonreía? Ya no lo recordaba. Al final del día las cosas no habían
terminado bien de alguna manera y hasta hace unos instantes no había entendido
el porqué. Él y ella discutían. No. Fingían, mentían, todo el tiempo estuvieron
ocultando su incomodidad, le estuvieron mintiendo todo el tiempo.
Un estorbo. El verdadero centro del conflicto, ¿podría ser..?
―¿Estaría mal si yo..?
El resto de la frase no le salió.
No, no era el caso, sabía que al decirlo se le saldría el alma también.
Se armó de valor para completar la frase y dijo:
―No quisiera volver…
En efecto, una parte de su alma se escapó con sus palabras.
El niño se imaginó de qué podía estar hablando y aunqueo no quiso
preguntar, cuando vio a Cintia llorando sobre la nieve se le encogió el
corazón. Pensó en su hermana, en todas las veces que la había visto llorar y se
había lanzado a consolarla, pero ahora, ahora era distinto. Antes se imaginaba
que con un consuelo podría solucionarlo todo, como ocurría justamente; su
hermana dejaba de llorar y podían seguir jugando. No obstante, en ese justo
momento, presentía que ni siquiera consolando a Cintia podía solucionar sus
problemas. Nunca había tenido ese sentimiento, nunca se imaginó que existían
cosas que no se pudiesen resolver.
―Lo siento.
Terminó disculpándose sin saber por qué.
Los dos niños permanecieron abrazados por un largo periodo, y si bien al
principio Ángel pudo contenerse, sus lágrimas pronto empezaron a brotar y luego
simplemente no se detuvieron. Él también recordaba, pensaba en las veces en que
su hermana lograba llevarse toda la atención, las veces en las que él era
regañado por cubrirla y las veces en las que los halagos se dirigían solo a
ella.
Hubiera bastado con un “bien hecho”, un “gracias” o tal vez un “te
quiero”.
Y de nuevo apareció la pregunta, la molesta pregunta que nadie podía
responder pero que todos hacían: ¿por qué a mí?
De pronto las luces se fueron.
―Se habrá ido la luz―dijo Ángel.
Y se vieron envueltos por la oscuridad, una oscuridad sin luna y sin
estrellas.
―Tenemos que salir de aquí―sugirió.
Y de inmediato se pusieron de pie, se tomaron de las manos para no
separarse y corrieron hacia algún lado. No sabría decir si era el norte, el
sur, una pendiente o el mismo abismo. No importaba, de igual modo sus miedos
estarían allí y solo querían escapar de ellos.
Pronto sintieron terreno firme y dejó de hacer frío. Dejaron las
chaquetas a un lado y siguieron corriendo. Correr les comenzó a parecer
divertido. A su alrededor cantaban los grillos, croaban las ranas y se oía al
viento entre los árboles. De repente, las campanas de todas las iglesias
comenzaron a sonar y el cielo quedó iluminado por una enorme estrella. Era la
gran estrella de Belén y su luz lo abarcaba todo.
―Ya es hora―dijo Ángel―. Si nos apuramos
podemos llegar.
―¡Espera!―gritó Cintia
―¿Qué pasa?, ¿no quieres ir?
Cintia negó con la cabeza y respondió:
―Quiero ir, pero cuando vayamos todo
habrá acabado y yo… quiero quedarme aquí… para siempre.
El niño lanzó un suspiro y se sentó en la seca yerba.
―Yo tampoco quiero que se acabe―dijo.
Hizo una pausa y continuó:
―Todas las noches de navidad me quedo a
observar el pesebre. Me gustan las luces, las figuritas, las casitas, todo.
Sonará loco, pero siempre tuve curiosidad por saber cómo sería hacer parte de
él y presenciar el nacimiento del niño Dios. Sin embargo, eso nunca pasó, hasta
ahora, hasta que llegaste tú y lo hiciste posible.
―¿Yo?―se señaló Cintia
sorprendida.
―Creo que eres mágica.
Pero Cintia no se sentía así.
Ángel la miró extrañado, luego le preguntó por su nombre y así se
presentaron.
―Ven conmigo, Cintia―le dijo―. Estoy seguro de que
ocurrirá un milagro.
Cintia lo miró con extrema curiosidad. Si le hubiesen preguntado qué
había pensado de aquel niño cuando lo vio por primera vez, seguro que hubiese
dicho algo como “Ah, es solo otro niño rico”, pero Ángel era diferente, era
diferente a todos los que había conocido antes. Ángel en verdad era especial.
―Está bien―suspiró ella.
Y él le regresó una sonrisa. Se tomaron de las manos y siguieron
caminando. Llegaron pronto a una colina y desde allí pudieron ver todo lo que
habían recorrido: el pueblo nevado, el pueblo de las farolas, el río, el
molino, la panadería y la casa de noche buena. Caminaron en silencio guiados
por la estrella de belén hasta el nacimiento.
La gruta no era tan diferente a aquella que habían visto desde afuera.
Estaba hecha en piedra y había allí un burrito, un buey y una cuna de paja.
Ángel y Cintia se fueron aproximando, procurando no hacer mucho ruido. La cuna
de paja estaba vacía, pero no se equivoquen, el niño estaba en los brazos de su
madre, quien se encargaba de arrullarlo junto con José.
María hizo señas a los pequeños para que se acercasen y ellos
atendieron. Cuando estuvieron muy cerca, tan cerca que podían sentir su calor,
el niño lanzó un quejido y se revolvió en sus pañales. Tanto Cintia, como
Ángel, se asustaron, pero María rio y los calmó.
―Recuerden que aún es un bebé―les dijo.
―Es como mi hermanita, cuando nació―dijo Ángel―. Todos los bebés se
parecen.
―Nacen bajo las mismas condiciones y sin
embargo crecen de formas tan distintas.
―¿Podemos tocarlo?―pidió Cintia.
José y María pusieron al niño con sumo cuidado entre los brazos
enlazados de Ángel y Cintia. El niño se arrulló en sus pañales y se quedó
profundamente dormido.
―Es una bendición―dijo Ángel.
―No―negó Cintia con la cabeza―, es nuestro milagro.
En la mañana de navidad los dos niños fueron encontrados a los pies del
pesebre, uno al lado del otro, dormidos y con las manos enlazadas. La casera se
llevó un buen susto aquella mañana y comenzó a despertar a los demás con sus
gritos. Todos comenzaron acudir para ver la escena, incluidos los primos.
La siguiente en gritar fue la hermana de Ángel, quien, inevitablemente,
intentó separar a su hermano de aquella chiquilla andrajosa. No fue una tarea
fácil, aquellos niños dormían como si hubiesen pasado la noche en vela.
Finalmente, y con la ayuda de sus otros primos, lograron separar sus manos,
solo para darse cuenta que entre ellas estaba la figura diminuta de un recién
nacido.
uella chiquilla andrajosa. No fue una tarea fácil, aquellos niños
dormían como si hubiesen pasado la noche en vela. Finalmente, y con la ayuda de
sus otros primos, lograron separar sus manos, solo para darse cuenta que entre
ellas estaba la figura diminuta de un recién nacido.
Dotatodi