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Los ojos del bosque


—Abuelito, cuéntame un cuento—dijo el nieto.


—Pídeselos al bosque—contestó el abuelo—. Son los mejores cuentistas. Han estado desde el inicio de la vida y por eso conocen infinidad de historias.


—Pero los árboles no me hablan.


—Tienes que escuchar con atención—insistió el abuelo.


—¿Aun si llueve? —continuó el niño.


—Incluso así, puedes escuchar el eco de su voz entre las hojas.


El niño lo intentó, pero al no poder escuchar nada más que la lluvia, siguió insistiendo hasta que el abuelo finalmente cedió


—Pero con una condición—le dijo al niño—, tienes que terminar antes con tu tarea.


Pegó un brinco el pequeño, corrió a su cuarto y una hora más tarde estaba de vuelta con una sonrisa de oreja a oreja.


—Estoy listo—dijo.


Pero el abuelo quiso estar seguro.


—Bueno…—farfulló el niño— falta mi tarea de matemáticas, pero esperaré a que mi mamá venga y me explique.


—¿Quieren un poco de chocolate?—los interrumpió de pronto la abuela.


Y a lo lejos se escuchó un llanto. Julianita, la hermana de nuestro protagonista, se acababa de despertar.


—Tal vez quiere escuchar la historia también—expresó el niño y fue a traerla.


—O quizás tenga hambre—dijo la abuela y regresó a la cocina.


Cuando los hermanos estuvieron listos, el abuelo comenzó su historia:


—Recuerdo que una vez hui de casa—dijo—. Ese día, mientras jugaba fútbol, perdí el control de la pelota y ésta fue a dar contra un elefante de porcelana muy valioso, un regalo de bodas de mis padres. Tenía tanto miedo de ser descubierto, que corrí hasta el bosque y me escondí en él hasta que se hizo la noche. Fue ahí cuando ocurrió: los árboles se despertaron, me dieron abrigo y me contaron cuentos hasta quedarme dormido.


—Aquí están los chocolates—intervino la abuela.


El niño dejó a su hermana en el caminador, recibió los pocillos y le entregó uno a su abuelo. Después volvió la abuela con la mamila de la niña.


El abuelo continuó:


—Esa vez los árboles me hablaron, estaban muy preocupados por mí, por haber huido de casa. Aun así, no me dejaron ir, temían no poder protegerme ante la amenaza de un animal salvaje durante mi camino de regreso. Así, y por esa noche, ellos fueron mi cuna.


—¿Y qué historias te contaron?—preguntó el niño.


—Muchas, pero las que más recuerdo son estas:


»El 7 de agosto de 19… vimos a una niña intentando volar una cometa de papel. Pero la pequeña cometa se venía abajo una y otra vez, pues los maderos que la sostenían eran demasiado pesados para ella. Regresó aquella tarde con una cometa el doble de ancha que logró alcanzar gran altura, pero terminó a parar a nuestras ramas. La pequeña volvió a casa bastante decepcionada y creímos que se daría por vencida, pero al día siguiente vino en compañía de un jovencito. Traían una cometa completamente nueva, hecha en tela, con soportes delgados y una larga cola que voló más allá de nuestra vista y se mantuvo firme en el aire y sin sacudirse ante la mayor brisa. A este par de hermanos los seguimos viendo a lo largo del mes, a veces acompañados por un adulto o por un gato holgazán que quería dormir todo el tiempo.


»Abril de 18… llegó por este bosque un soldado, y como estaba herido, se echó a dormir bajo la sombra. Una cantinera del pueblo lo descubrió bajo el coralito y trató sus heridas. Transcurrieron varias semanas en las que ella cuidó de él. Bañándole con agua tibia, vendándole las llagas y en las noches, cubriéndole con una espesa manta. Cuando el muchacho despertó se sintió como nuevo, pues sus heridas habían sanado casi por completo. A su lado encontró un peine de porcelana, una frazada y una cubeta con agua tibia, pero no vio a nadie cerca. La joven, al ver que él había despertado, sintió miedo y se escondió detrás de los arbustos. Después de lavarse la cara, el caballero dobló la frazada, guardó el peine en su bolsillo y partió. Fue la última vez que lo vimos.


»12 de octubre de 19… ese día vimos a un grupo de niños con uniforme marchando en orden entre nosotros. Sin embargo, había un chiquitín de menor edad caminando despacio y perdiéndose de la dirección del grupo. Siguiendo entre los matorrales a un perro, se apartó del resto. Cuando se dio cuenta, estaba solo y además había perdido el rastro del animal. Esperábamos verle llorar, pero en vez de eso, tomó una estaca, la más grande que encontró y comenzó a golpear el tronco de una ceiba. En menos de cinco minutos, sus compañeros lo encontraron y con gran admiración lo reintegraron al grupo y marcharon a su compás durante todo el viaje.


»15 de junio de 18… el otro día apareció un escritor. Nos miraba con extrañeza y luego lanzaba una carcajada. En algunas ocasiones corría desnudo entre la maleza y una vez agotado se daba un chapuzón sin ninguna vergüenza. Incluso una vez lo descubrió una joven, quien, pegando un grito, tiró la loza que cargaba y salió corriendo. A pesar de eso, parecía un buen escritor y aunque los árboles no sepamos leer, lo escuchábamos hablar del amor, del pasado y del futuro. Siempre cargaba una libreta de apuntes y cada vez que se le ocurría una frase, sacaba una pluma y exclamaba un “lo tengo” seguido por un chasquido de dedos.


»Los árboles no pudieron indicarme qué decían aquellos apuntes—continuó el abuelo—, así que me enseñaron el lugar dónde el escritor los había enterrado. A los pocos días cavé en él. Encontré una cajita con un reloj marcando las diez y cuarenta, una pluma vieja y un pequeño diario desgastado por la humedad y cubierto por raíces. No había mucho que se pudiera salvar de él, pero en una de sus hojas leí: "cuando leo me convierto en cualquier persona, pero cuando escribo cualquier persona se convierte en mí"».

 



 

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