Ya estaba hecho; no más caminatas, no más esperas, no más
hambre, el nuevo lugar en el que ahora habitaban era perfecto: extenso, de
intensa maleza y ante todo cálido. Algo poblado, sí, pero eran bienvenidos. La comida
la había en abundancia y bien podrían pasarse horas y horas sumergidos en los
jugosos ríos que se extendían por todo el sitio. No eran una familia numerosa,
al menos no como el resto; vivía la madre, la hermana y cinco pequeños. Todos
escogieron la loma para vivir, no necesitaban más, al menos no mientras
estuviesen pequeños. Pero resultó que después de unos meses, mamá engordó, la
tía se estiró y los pequeños…bueno…ya no lo eran tanto, así que cada uno buscó
su camino.
No obstante y como todo, la felicidad no fue eterna y ocurrió
lo que tenía que ocurrir, la familia fue tomada una por una. Comenzaron con la
madre, la golpearon contra el suelo y le reventaron la panza. Luego siguió la
tía, la lanzaron al agua y la dejaron allí hasta ahogarse. Dos o tres pequeños
tuvieron el mismo destino, el resto logró huir.
Los dos o tres pequeños lograron esconderse, pero con el
tiempo el ambiento se volvió tenso, baboso, literalmente fétido. El mayor solo
duró unos días, me voy, dijo, pero no llegó ni a la esquina. Los otros dos, o
tal vez el único que quedaba, también se marchó. Necesitaba ayuda, necesitaba salir
de ahí, necesitaba respirar. Mientras marchaba pensaba en los bellos momentos y
en toda una serie de cosas que pensamos cuando vamos a morir. No lo crean, no
pasó un milagro. Murió, murió justo cuando recordó que iba a morir, cuando ya
había visto toda la película. Se acabó su historia, pero lo importante aquí es
que Motas quedó libre de garrapatas.